El Valle y la flor mágica

Había una vez un verde valle que se encontraba enclavado entre altísimas montañas. Estaba repleto de árboles frondosos, estanques y campos de cultivo. Justo en medio pasaba zigzagueando un río de aguas limpísimas, el Noguera de Tor. Río abajo se extendía el pequeño pueblo de Erill La Vall.
 
Era un pueblo de casas de piedra, y techos puntiagudos de pizarra negra. En el centro se levantaba la iglesia de Santa Eulalia, de origen románico con una torre alta y estrecha desde la que sonaban las campanas dos veces al día. Por la mañana y por la tarde.
 
El encargado de tirar de la cuerda para hacerlas repicar era un niño lindísimo llamado Precioso. Era un niño muy jovial, pero tenía un gran pesar. En el pueblo no había ningún otro niño de su edad. Y se aburría mucho. Pero a pesar de eso, a Precioso le encantaba salir a caminar por entre los prados y bosques para visitar a sus otros amiguitos animales.


Se había hecho amigo de un ciervo llamado Valor, porque era muy valiente con su imponente cornamenta. También de una ardilla llamada Risueña. Se llamaba así porque, a pesar de lo pequeña que era, siempre estaba contenta, y cuando reía, su risa se escuchaba en todo el bosque. Y, por último, Precioso también se hizo amigo de una marmota que se llamaba Miedosa. En verdad le daba miedo casi todo y prefería pasar largas temporadas bajo tierra en su guarida.


Un día, paseando por el bosque, el niño Precioso vio una extraña tonalidad azulada, casi violácea, escondida entre helechos y olmos. A Precioso esa luz
le resultó algo fuera de lo normal. Nunca había visto nada igual en el bosque. Intrigado por aquella novedad, el dulce niño decidió averiguar de qué se trataba.
 
Cuando estuvo lo suficientemente cerca pudo ver con claridad lo que era. Una misteriosa planta de un metro de altura, cuyas flores parecían campanillas alargadas que caían hasta el suelo, de un color azul intenso. Precioso nunca había visto nada igual. Impactado por la belleza de aquella exótica planta se propuso tocarla.


Estaba con la mano totalmente extendida a punto de llegar hasta una campanilla cuando de repente escuchó una voz por entre abedules y enebros. “¡Quieto, no la toques podría ser peligroso!”. Precioso se quedó petrificado durante un par de segundos hasta que reconoció la silueta de su amiga Miedosa, la marmota. “¡Podría ser venenosa!”
 
El pequeño recogió rápidamente el brazo. Aunque no tuvo tiempo de decir nada puesto que, una risa verdaderamente escandalosa inundó todos los rincones del bosque. “¡Qué exagerada que eres amiga marmota!” Se partía de la risa la ardillita Risueña. ¡Nunca ha habido ninguna planta venenosa por aquí, además parece muy bella, no creo que sea peligrosa!”.
 
Precioso se quedó pensativo. Dudaba qué hacer. Sentía una gran curiosidad por aquella planta maravillosa, pero le aterraba que fuera venenosa. Y la ligereza con la que la ardillita se había tomado el asunto tampoco ayudaba. La inquietud y el miedo se apoderaron de él. Por unos segundos se quedó sin voluntad, como desorientado.
 
En esas, un rumor empezó a oírse a lo lejos.  Rápidamente el ciervo Valiente se presentó al galope ante sus amigos. Se veía imponente con sus grandes y resplandecientes cuernos. No dio tiempo a que el resto reaccionara y dijo mirando directamente a Precioso. “Precioso, el miedo solo hace tomar malas elecciones. El respeto a lo desconocido es lo más sabio. Aunque el corazón es el que debe guiar tus decisiones”.
 
Las palabras de Valiente hicieron salir del letargo al pequeño Precioso. “No quiero tener miedo. Mi corazón me dice que esta planta, además de bellísima es buena e inofensiva. Creo que cortar una de sus flores me traerá suerte.” Así que ante el asombro de Miedosa y Risueña, arrancó grácilmente una campanilla.



En ese mismo instante, la luz azul de la planta se apagó. Pero es que el sol también se cubrió por completo y la oscuridad tomó posesión de todo el bosque. Tan solo se veía un diminuto punto amarillento montaña arriba a la altura de El Faro. “Te lo dije”, dijo Miedosa haciendo un agujero en el suelo para esconderse. ¡Qué divertido, un eclipse solar!”, se rió de nuevo Risueña. “Precioso, no hay porque asustarse, pero hay que estar preparado. Súbete a este árbol para ver mejor desde lo alto esa luz”, le aconsejó Valiente.

“Sí, eso haré”, dijo para sí Precioso. Así que una vez en la copa del árbol pudo ver con claridad como una línea amarilla bajaba a toda velocidad haciendo zigzag por la ladera de l’Aüt, la montaña de la media luna. Cada vez esa luz se fue haciendo más intensa a medida que iba descendiendo la montaña. “¡Claro! ¿Cómo no me he dado cuenta antes? Esa luz que viene es una falla. Una especie de antorcha hecha de madera que quema por un extremo y que se lleva desde lo alto en el Faro, hasta los pueblos de La Vall de Boí.

Efectivamente, la falla se aproximaba por momentos a donde Precioso y sus amigos se habían reunido. “Chicos alejémonos lo más que podamos de ese fuego, pues puede quemarnos”, dijo la marmota. “¿Quemarnos dices? Me gustaría verte con los pelos de la cola chamuscados”, empezó a partirse de la risa Risueña. “Precioso, esa falla debe tener relación con esta oscuridad que ha aparecido de repente. Debemos llegar a ella y averiguar qué ha podido pasar”, le dijo Valiente.

“Sí, necesitamos saber qué ha pasado”, dijo el niño a sus amigos. Así que Precioso, Risueña y Miedosa se subieron a lomos de Valiente. La marmota eso sí a regañadientes y con los ojos cerrados. Valiente trotó por entre los pinos negros y los abetos. Saltó por encima de riachuelos. Hasta que justo llegó al punto del camino por el que iba a pasar la falla.

¡Menuda sorpresa se llevaron todos al ver que quien llevaba la antorcha era una linda niña de ojos azules y cabellos dorados, de la misma edad que Precioso. Además su voz era muy dulce. “Hola. ¿Quiénes sois vosotros y cómo es que me habéis encontrado?”, dijo la niña. Precioso, un poco avergonzado miró a Valiente que con un gesto indicó al niño que contestara él. “Bien, sí, nosotros somos Valiente, Risueña, Miedosa y yo Precioso. Somos amigos. Y al ver que se ha hecho de noche de repente y que de la montaña baja una luz, hemos venido a tu encuentro por si tú sabías lo que había pasado”, le dijo a la niñita con un poco de apuro.

La niñita, con lágrimas en los ojos empezó a relatar su historia. Se llamaba Encanto y vivía en las montañas más altas del valle desde hacía siglos. Su familia era la encargada de cambiar las estaciones. Del otoño al invierno. Del invierno a la primavera. De la primavera al verano. Y del verano al otoño. Su padre era el encargado de hacer llegar el frío. Con su potente soplido gélido, conseguía que del cielo cayeran copos de nieve. Y así llegaba el invierno al valle. Su madre en cambio, con su mágica danza por los altos prados, conseguía que a cada una de sus pisadas florecieran todo tipo de plantas. Encanto era la encargada, precisamente, de traer el verano portando una falla encendida. Así el calor bajaba de lo alto de las montañas y se colaba por todos los rincones. Por último, su hermano mayor, con sus potentes brazos, zarandeaba los árboles del bosque para hacer caer las hojas, y así traer el otoño.


En esta ocasión, Encanto estaba preparada para salir con su falla como cada 23 de junio, día del solsticio de verano. Pero de repente se dio cuenta de que no encontraba por ningún lado la planta de San Juan. “Precioso, sin esa planta es imposible que llegue el verano al Valle. Ella es la responsable de que todos los seres, por pequeños o grandes que sean, vivan intensamente con la llegada del calor”, dijo Encanto con evidentes signos de estar a punto de romper en llanto.

“Un momento”, dijo Precioso. “Precisamente hoy hemos encontrado una planta que nunca habíamos visto en el bosque. He querido tallar una flor y de forma instantánea se ha hecho de noche”. “¡Esa es!”, gritó Encanto con una luz renovada en los ojos. “¿Es de color azul con flores en forma de campanilla, verdad?”. “¡Exacto!”, gritaron los tres amigos al unísono. “¿Si os parece podemos volver al lugar donde se encuentra la flor de San Juan?”, inquirió Valiente, que ya estaba pateando el suelo nervioso.

Dicho y hecho. Precioso, Miedosa, Risueña iban sentados en el lomo de Valiente. Mientras que Encanto y la falla ardiendo, iba en la parte posterior, justo encima de las patas traseras. Tardaron un poco en encontrar la planta, puesto que ya no desprendía ese color azul intenso que la caracterizaba y que estaba totalmente oscuro. “¡Allí!, gritó Encanto. Siempre que estoy cerca de la planta de San Juan, se me acelera el corazón. El grupo efectivamente encontró la mágica planta a unos pocos pasos de donde Valiente había parado. Además, gracias a la liz que desprendía la falla, lograron encontrar rápidamente el tallo cortado por Precioso, que había quedado en el lecho del bosque.

¡Aquí estás!, dijo para sí Encanto casi imperceptiblemente. Cogiendo delicadamente la flor cortada entre las dos manos, empezó a realizar unos movimientos suaves y rítmicos con los brazos. Al mismo tiempo, cantaba una de las canciones más bonitas que Precioso jamás hubiera escuchado. Por primera vez Risueña no reía, pues como el resto de amigos miraba y escuchaba embelesada los bailes y el canto de la bella niña. Al cabo de un par de minutos, Encanto dejó de moverse y quedó callada. Abrió suavemente las dos manos, dejando ver la hoja que milagrosamente había vuelto a su color azul original. Como por ensalmo, la hoja salió suspendida en el aire, simulando el vuelo de una mariposa. Hasta que se posó justo en el tallo cortado.

Todos quedaron petrificados con lo que ocurrió a continuación. Incluso la propia Encanto. La planta recobró hoja por hoja el vigor y la luz azul que antes había desprendido. Pero no solo eso. De la hoja más alta salió un rayo también de color azul en dirección al cielo. Allí, como si de unos fuegos artificial se tratara, explotó en un millón de rayos de luz azul que se repartieron por toda la bóveda celeste. Y de repente, la oscuridad, tal como había llegado, se disipó. Dejando paso de nuevo a la luz del día.
 
“¡Hurra!”, gritaron todos a la vez. La planta de San Juan había devuelto el calor y la vida al Valle de Boí. “¡Jajajajaja!”, estalló Risueña. “Y tu que creías que la planta era venenosa, hay que ver…”, le dijo a Miedosa. “Yo solo advertía a nuestro querido Precioso que debía tener cuidado. Y casi nos quedamos sin verano y a oscuras para siempre por haber cortado una flor”, le soltó con desdén a Risueña. “Amigas mías”, dijo Valiente. “Las dos tenéis algo de razón. Tú Risueña, nunca ves el peligro. Siempre estás alegre y siempre ríes ante cualquier situación, por grave que esta sea. Es una gran forma de encarar la vida, con optimismo. Pero también hay que ser realista y ser previsor.  Y tú Miedosa siempre te muestras sensata ante los acontecimientos de la vida. Pero no podemos vivir permanentemente con miedo. Porque el miedo no nos deja avanzar y lo más importante, el miedo no nos deja vivir. Así que hay que intentar controlarlo y tener valor”, sentenció el ciervo.
 
“¿Y ahora, qué vas a hacer Encanto?”, dijo Precioso que temía que ahora que había encontrado una amiga de su misma edad, esta se fuera para siempre, y volviera a estar solo. “Precioso, ahora es necesario que apague el fuego de la falla. Porque si el fuego da el calor al verano, demasiado fuego convierte esta estación en insoportable para la vida de las plantas y los animales. Necesito encontrar el agua más fría de todo el Valle. ¿Pero dónde podré encontrar agua lo suficientemente fría como para que pueda apagar la falla?”, se preguntó. Con las prisas Encanto había olvidado preguntar a su padre donde debía apagar la falla. Precioso quedó pensativo durante algunos segundos hasta que de repente se le iluminó la cara. Como gran conocedor del Valle, él sabía que había un lugar ideal para apagarla. “¡El estanque de la LLebreta!”, dijo gritando de alegría. “Está en el Parque Nacional de Aigüestortes y es de todos los 200 estanques que hay, el que tiene el agua más fría”. Él mismo lo había comprobado cuando un par de años atrás se cayó dentro del estanque, debido a que el hielo que lo cubría en invierno se había empezado a derretir.



Así que, sin perder tiempo, Valiente llevó al nuevo grupo de amigos corriendo rumbo al estanque de la Llebreta. Primero dejó atrás Erill, luego Boí y por último Taüll. Cuando llegaron al Pla de Aigüestortes alcanzaron a ver el estanque y también la cascada de Sant Esperit. Encanto saltó del lomo de Valiente, porque empezaba a hacer demasiado calor. Y como si se tratara de una lanza, impulsó la falla por los aires con tanta fuerza que logró que llegara justo hasta el medio del estanque. Era el lugar más frío y profundo. Allí la falla se hundió mientras su fuego iba apagándose poco a poco.

Tras todo esto, el nuevo grupo de amigos volvió a Erill, donde vivía Precioso. “¿Supongo que ahora volverás a las montañas?”, le preguntó a Encanto con miedo. Ella lo miró con ternura y le dijo. “Sí precioso, debo regresar con mi familia. Pero ahora que os he conocido, me gustaría jugar con vosotros un rato cada día”. A Precioso se le cambió la cara de repente. Estaba rebosante de alegría. “Siempre que quieras que baje de las montañas, lo único que tienes que hacer es gritar bien fuerte a los cuatro vientos mi nombre. Porque yo soy el Encanto del Valle”. Y dicho esto, le regaló un beso en la mejilla a nuestro preciosísimo niño y se elevó hasta el techo de la torre de la iglesia del pueblo. Allí, se desvaneció en un haz de luz azul que quedó permanentemente ya en el cielo de Erill la Vall desde aquel día.


Ante este suceso tan mágico, Risueña no pudo sino esbozar una sonrisa. Miedosa, que siempre tenía miedo, también sonreía ante la buena suerte de Precioso, del que sabía que siempre padecía mucho por sentirse tan solo. Y Valiente, que había quedado algo apartado de aquella escena pensó para sí: “en la vida, no hay que ser ni demasiado risueño, ni demasiado miedoso. En la vida hay que ser valiente. ¿Cómo si no nuestro querido Precioso hubiera vivido esta fantástica aventura? ¿Y cómo si no, nuestro querido y lindo niño hubiera conocido de verdad el Encanto del Valle?”.
 
FIN

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