Un chico joven postrado en una silla de ruedas fuma y mira ensimismado su pierna escayolada estirada, mientras la otra reposa cómodamente doblada. El aire del exterior le despeina el flequillo. Una mujer de mediana edad traspasa las puertas de cristal del hospital y sale encendiendo un cigarrillo. Da la primera calada y pierde la mirada en el infinito. Otro paciente se mueve a golpe de muleta dejando en el ambiente un rastro de humo de tabaco.
Una mujer de unos cuarenta años subida en unos tacones de aguja, y enfundada en una mini falda cortísima -bolso “aleopardado” a juego-, empuja la silla de ruedas de su madre. Sufrió un ictus y lleva ya tres meses recuperándose. Con el tiempo podrá mover un poco el lado izquierdo del cuerpo. Su hija enciende un cigarro y fuma.
Poco a poco, un hombre vestido con una bata de hospital y una chaqueta de entretiempo empuja su propia silla de ruedas. No tiene piernas. A cambio, una operación brutal le ha dejado dos muñones, uno a la altura de la rodilla, y el otro por la espinilla. El tullido se acerca a las dos mujeres y pide un cigarro. La hija le da uno y éste se lo lleva a la boca. No necesita pedir un mechero porque ya tiene uno. A él se lo llevó el metro por delante. Fuman juntos.
La mañana está soleada pero todavía el aire viene fresco en la plazoleta del hospital. Hay pacientes de emergencias traumatológicas que se postran al sol en los bancos de madera. La mayoría fuma y esperan a que pase el tiempo. Hay colillas esparcidas en el suelo. Y en el centro del alquitranado, una señal de prohibido fumar pintada recientemente.