A primera hora, bien despuntada la mañana, las barcazas de los pescadores de Negombo regresan a puerto a través de la laguna. Es la hora de la recompensa. Decenas de barcas aferradas a la arena van repletas de las capturas de la noche, en el mayor puerto pesquero de Sri Lanka. Atunes, peces gato, langostas, mantas, pulpos, gambas, sepias, fusileros, peces voladores, cangrejos, hasta tiburones. En la arena, un grupo retira de las redes centenares de sardinas de un azul turquesa y verde esmeralda. Varias parejas de locales cargan a hombros cestas repletas de pescado listo para salar. A pocos metros de la orilla, un joven de tez morena recoge agua con una palangana para luego verterla en un bidón. Otro echa grandes puñados de sal que debido al calor y la humedad se ha compactado en pequeñas rocas blanquecinas.
Más allá, en una mesa de madera, un joven con un gran machete extrae cabezas y entrañas. Grandes y rectangulares lonas se extienden tierra adentro. Una gran cantidad de pescado limpio, espera su proceso de secado. “Dos o tres días, incluso alguna semana”, cuenta un pescador. Ya en tierra firme, bajo la estructura desprovista de cualquier tipo de techumbre, decenas de puestos se sitúan, unos pegados a otros, como siempre se ha hecho en Negombo. Mujeres sentadas frente a una mesa donde se exhiben gambas de varios tamaños. Hombres provistos de grandes cuchillos que despiezan pescado. Decenas y decenas de clientes que esperan su turno. Los más madrugadores portan consigo varias bolsas de plástico con la compra del día. Sobre largas mesas atestadas se ordenan por tamaños sardinas y atunes, entre otros tipos de pescado, la mayoría en salazón.
El hielo es un auténtico lujo. Únicamente está reservado para pequeñas cajas que se colocan en el “portapaquetes” de las motos. Es la forma de mantener fresco el pescado durante el trayecto a ciudades cercanas como la capital Colombo. Descubrir el puerto y la lonja pesquera de Negombo no ha resultado tan pintoresca como parece. Al aparecer con una cámara de fotos, y siendo Esther y yo dos extranjeros blancos, las posibilidades de que algún espabilado quisiera sacar tajada de nuestra presencia era muy elevadas. Y así fue. Un hombre que por allí andaba, y que parecía ser conocido de todos, nos indicaba alegremente qué ver, y qué fotografiar. No escatimaba en sostener con sus manos las capturas más espectaculares para que las pudiéramos inmortalizar. Pero su tiempo y nuestra inocencia tenían una precio. Ahora no recuerdo cuánto dinero le dimos por erigirse en nuestro guía particular no solicitado. Pero lo que sí no se ha borrado de mi memoria es el momento en el que el tipo cambió su sonrisa amistosa por una mirada amenazadora solicitando “money” por los servicios prestados.