
Dani «El Rojo» recorriendo la galería tres de la prisión de La Modelo. Diego Sánchez
Daniel Rojo Bonilla, más conocido como Dani “El Rojo”, pasó 15 años en prisión por robos a bancos y joyerías, y por tenencia ilícita de armas. Nunca por delitos de sangre. Fueron muchos atracos, da igual la cifra exacta, asegura que no quiere hacer apología de la delincuencia. Entró tres veces en prisión. La mayor parte de su condena la cumplió dentro de los muros de la cárcel de La Modelo. La primera vez fue en 1981 (4 años), la segunda en 1984 (5 años), y la última en 1989 (6 años). Toxicómano reconocido, durante la tercera estancia en el presidio decidió cambiar radicalmente de vida, y dejar atrás la heroína y los atracos. 20 años más tarde, Dani “El Rojo” ha saltado al foco mediático gracias a sus novelas basadas en su vida como delincuente y presidiario, y por haber trabajado como personal asistente personal de Loquillo, Calamaro o Messi.

Imagen de la torre panóptica de la prisión de La Modelo. Diego Sánchez
Ahora, con la prisión vacía de presidiarios y llena de visitantes, -en la actualidad se puede visitar la exposición La Model ens parla. 113anys, 13 històries-, Dani “El Rojo” decide recorrer sus pasillos, sus galerías y sus celdas para dar testimonio y explicar cómo era la vida en La Modelo, “su Modelo”, la de los años 80 del siglo pasado. “No me siento mal, después de 20 años, porque me tomé esto como una experiencia, si la policía no me hubiera detenido en 1991 yo ahora estaría muerto”, reflexiona Rojo. “He podido superar estos duros muros y hacerme una persona”.

Dani «El Rojo» entra en La Modelo 20 años después de haber cumplido su última condena. Diego Sánchez

Lugar donde ejecutaron a Salvador Puig Antich, utilizado como paquetería de la prisión de La Modelo. Diego Sánchez
Dani “el Rojo”, vestido con camisa blanca y zapatillas, también blancas, empuja la puerta principal de madera bajo la inscripción en piedra que reza “Preventor Judicial”. Cerca de la entrada, pasada una de las tres puertas de seguridad antes de llegar a la torre panóptica, a mano derecha se encuentra la antigua sala de paquetería. Estanterías de metal ahora huérfanas de bultos y paquetes. Un foco colgado del techo dirige su haz de luz hacia una baldosa levantada. “Esta era la paquetería, aquí venían las familias a dar los paquetes, y en este punto de luz, es donde estaba el garrote vil, era la muerte que daba Franco, a parte del fusilamiento”. Justo en ese punto es donde se produjo el asesinato de Salvador Puig Antich. “A la persona se le ataba con unos cueros, había una rosca con una púa”, recuerda Rojo haciendo un movimiento de giro con las manos.

Una de las tres puertas de seguridad que dan acceso a las galerías de la prisión de La Modelo. Diego Sánchez
Unos metros más adelante, el pasillo continúa, flanqueado por paredes blancas, baldosas de mármol oscuro en el suelo y cerrado por dos dobles puertas de seguridad, pintadas en color marrón. Pasada la tercera puerta, justo a la altura de la cocina y la enfermería, Dani “El Rojo” se detiene. “Aquí es donde empieza la verdadera cárcel. “Yo entré con 19 años, me creía muy cool porque robaba y me metía heroína. Llegué aquí y vi a mucha gente, estaba flipado. Y justo antes de llegar a la torre de control, me encontré con un preso, lo más feo que te puedas imaginar, con muchas puñaladas y tatuado, que me daba un petate relleno de una lana muy rara”, recuerda. En la década de 1980 no había colchones en La Modelo.

Vista de la cúpula de la torre panóptica de la prisión de La Modelo. Diego Sánchez
Con el imaginario petate a cuestas, Dani entra de lleno en la antigua unidad hospitalaria de hombres. Una enorme cúpula en el techo preside el espacio. Está sostenida por varias columnas metálicas pintadas en negro, y varias arcadas, también metálicas, que recuerdan a la estética de los mercados barceloneses. Sobre el techo luminoso, una cabina acristalada tiene visión panorámica a las entradas de las seis galerías de presos. “Este es el centro neurálgico, todo estaba abierto, no habían esas chapas metálicas que veis ahora, 2.800 presos se ponían en las barandillas a ver quién entraba nuevo, a ver a quién se podían comer”, repone.

Galería 3 de la prisión de La Modelo. Diego Sánchez
Nos adentramos en tercera galería. En la primera época de “El Rojo”, -en 1981-, era la de primarios, los recién llegados, y de extranjería, para los extranjeros. Es una de las dos galerías más grandes, con dos puentes en el medio, y tres alturas. Desde la primera planta, la galería queda dividida por una malla que, como si de un porche se tratara, cubre toda la estancia. A lado y lado, y piso a piso, las celdas, pintadas también en marrón, se suceden hasta llegar al final, justo a la entrada del comedor. “En aquel momento había unos 700 presos, la mayoría eran toxicómanos, ¿cómo no va a haber problemas?”, se pregunta. “En aquella época no había red, los del segundo y el primer piso comían y tiraban la basura a la planta de abajo. Los que vivían abajo estaban en la puta mierda”, asegura. En la cárcel el estatus iba en consonancia con la altura en la que vivían los presos. “Si vivías en la planta baja, eras un mierda, si vivías en la primera, eras clase media, y si vivías en la segunda, eras todo un potentado”, apunta.

Celda 171 de la galería 3 de la prisión de La Modelo. Diego Sánchez
El juego imperaba. No había mucho más que hacer. Frente a cada puerta podía haber una mesa para jugar al Parchís o al “Capi”. “Ponían una tabla encima de una caja de fruta, y luego con cuatro cubos de fregar, les daban la vuelta para que se sentaran cuatro. El que lo hacía era el dueño de la celda. Con una botella de lejía se recortaban las piezas, en forma de círculos o triángulos y cada una valía 25 pesetas. Quien quería entrar tenía que pagar, y el dueño de la celda se llevaba el 10% de cada jugada”, recuerda Dani “El Rojo”, quien enseña con orgullo su primer tatuaje, unos dados con un “seven & eleven”.

Una celda de la prisión La Modelo. Diego Sánchez
Las celdas mantienen la sobriedad que se puede suponer para una cárcel. Pintadas en blanco y marrón, el mismo color de las puertas y de las rejas. En una habitáculo de 3×2, de unos 12 metros cuadrados, con una pequeña ventana, terminada en barrotes. Una litera espartana de hierro comparte el espacio con una estantería con tres espacios hecha de obra, un pequeño habitáculo para alojar una taza de wáter sin tapa y otro espacio para un grifo, un lava manos y un pequeño espejo. En la pared de la 171 un pequeña inscripción “Qué bella la Mafia”. “Cuando yo estuve, todas las ventanas estaban arrancadas, los lavabos estaban rotos, sólo había un agujero, no hubo televisión hasta mucho más tarde”, repone.

Una celda de la prisión La Modelo. Diego Sánchez
Las literas tampoco estaban en el suelo. Los presos robaban todos los barrotes que podían para elevar las literas ocupando los altos techo, dejando libre el suelo para tener más espacio. A tres camas por pared, en una misma celda podían compartir entre 9 y 11 personas. “Vivir con 11 personas por narices es duro, porque tenías que compartir el espacio con tíos que éramos raros, que nos íbamos a drogar, masturbar, etc.”, recuerda. Por aquel entonces, los pocos trabajos dentro de la cárcel que se hacían se pagaban con cervezas. “No era extraño que tuviéramos 100 cervezas en la celda, unas nos las bebíamos y el resto las vendíamos”.

Una celda de la prisión La Modelo. Diego Sánchez
Ante la falta de recursos, el ingenio de los prisioneros era lo único a lo que aferrarse. Con una resistencia y un ladrillo, fabricaban hornillos caseros que conectaban a los cables de la única bombilla que proporcionaba luz durante la noche. La comida era mala, así que utilizaban los hornillos para recalentarla. El comedor, una calurosa sala, con módulos de mesas y bancos sin respaldo hechos de metal, y una cocina tipo self-service, no empezó a funcionar hasta bien entrados los años 90. Un tigre pintado con todo lujo de detalles preside la estancia, al igual que el resto de pinturas hechas, presumiblemente por los internos. De vuelta a los 80, “si nos daban potaje de garbanzos, lo lavábamos todo en un barreño con agua y lo volvíamos a cocinar con un poco de aceite y ajillo que nos daban los de la cocina, si teníamos contactos, claro”.
No todo era camaradería. En la cárcel, como en la calle, también hay estatus, envidias, rencores y venganzas. Su adicción a la heroína casi le costó la vida. “Me drogaba en todas partes, en los baños, en la celda. Detrás de mi estaban ocho funcionarios con ganas de pillarme con la chuta en el brazo y metiéndome”. Dani “El Rojo”, reconoce que a diferencia de la mayoría de los presos él no provenía de una familia desestructurada, ni de un barrio conflictivo, ni tampoco tenía demasiados amigos. Pero tenía dinero. “Me juntaron con los peligrosos porque yo también consumía. Ellos la robaban y yo la compraba”. En una semana mala en la que no había demasiada heroína en la galería, Dani Rojo desató la envidia al estar siempre colocado. Le pedían droga y él siempre les decía que no tenía, él nunca vendía. “Dos locos hartos de verme puesto y ellos no, por envidia, estaba viendo la televisión en la celda y me apuñalaron por la espalda. Salí tras ellos, pero me habían atravesado la pleura y me desmayé. Cuando recuperé la consciencia, estaba en una habitación del Clínico”, recuerda con una pizca de amargura.

Celda de la prisión de La Modelo. Diego Sánchez
Los años 80 fueron muy duros, no había clasificación de presos y los ojos de “el Rojo” aseguran haber visto muchas muertes violentas. “A un violador le metieron 18 puñaladas, una escoba por el culo y lo dejaron atado colgado en su celda”, repone.

Muros del patio de la galería 3 de la prisión de La Modelo. Diego Sánchez
La única vía de escape “figurado” resultaba ser el patio. El de la tercera galería era uno de los más grandes. Rodeado hoy por varias vallas de alambrado y concertinas, y vigilado por sendas torretas, hace años no lucía de esta guisa. Tres ventanillas acristaladas hacían las veces de economato. “No se fía”, reza un papel. Otro, amarillento por el tiempo, hace la relación del precio del café y del tabaco. Un cortado costaba 35 céntimos, la cajetilla, a precio de mercado. Dani Rojo recuerda que el suelo no estaba asfaltado, era todo tierra. Paseaban mucho, pero sobre todo jugaban, para poder sacar dinero a los demás, y fumaban demasiados porros. El “deporte” preferido en el patio consistía en recoger las “pelotas” que le lanzaban desde el exterior. Eran pequeños fardos, con heroína, chocolate, navajas, que estaban envueltos con trapos, para que quedaran duros, en forma de bolas. “Mis amigos me lanzaban las pelotas desde las terrazas de los bloques, yo las recibía, y debajo tenía al resto de los de mi celda, vigilando”, explica el modus operandi.

Economato del patio de la galería 3 de la prisión La Modelo. Diego
Caminando por el patio, el aire corre y vivifica un poco el ambiente. Soplan nuevos vientos para La Modelo. Después de 113 años, la prisión ha echado el cierre, sin dejar a nadie detrás de sus barrotes. “Dejamos atrás una época, la época más negra fue la de Franco, yo digo que éramos unos 2800 presos hacinados, pero durante el franquismo hubo 30.000”, repone. “Para mí fue una cárcel represora. Gracias a la muerte de Franco, igual que hizo la sociedad española, las cárceles también hicieron la transición. Igual que los políticos del PP deben irse, este modelo de cárcel también”. Y no duda en mojarse. “Reconozco que se ha hecho un poco rápido y corriendo, habiendo aún personas en preventivo, pero los vecinos ya se merecían unos nuevos equipamientos”, recalca.

Muros y torreta de vigilancia del patio de la galería 3 de la prisión de La Modelo. Diego Sánchez