KAHO SAN ROAD, EL DRAMA BIRMANO

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Mi último recuerdo de Tailandia tiene que ver con la famosa calle Khao San, en Bangkok. Más conocida entre los turistas en inglés como “Khao San Road”. Allí fue donde nos alojamos por última vez en nuestro viaje. El autobús que nos trasladó desde la localidad costera de Chumphon, -al sur del país-, hasta la capital bankokiana. Nos apeamos en las inmediaciones de Khao San, un auténtico hervidero de turistas, puestos de suvenires, restaurantes. Y también, porqué ocultarlo, crisol de las pasiones más variadas.

En Khao San se pueden encontrar habitaciones por pocos bahts la noche. Sin demasiadas comodidades, un ventilador por todo aire acondicionado y un baño compartido pueden costar unos 350 bahts (algo más de 8 euros). De ahí que en esta calle y en las adyacentes se congregue cada día una gran cantidad de viajeros mochileros, como nosotros.

De buena mañana los restaurantes y puestos callejeros ofrecen desayunos americanos y continentales a precios asequibles. Café, tostadas con mantequilla y mermelada, huevos revueltos, un pedazo de beicon y zumo natural, por algo más de 100 bahts (2,5 euros). También se puede empezar el día degustando comida tailandesa, como el tradicional “pad thai”, una especie de tallarines hechos a base de arroz, combinados con pollo, ternera o cerdo, verduras, frutos del mar y salsas variadas. De cualquier forma las parrillas de carbón, -en el mejor de los casos-, al aire libre empiezan a caldear el humeante ambiente de esta calle, desde muy temprana hora.

De noche,  la calle se asemeja más a un paseo marítimo en plena temporada estival que a un barrio pintoresco. Y el viajero pasea cuál oveja siguiendo el redil, obnubilado por el ambiente alegre y las luces de neon. Las terrazas de los restaurantes aparecen iluminadas con llamativos y “eléctricos” colores. Afloran los puestos callejeros de comida. Éstos consisten en pequeños carromatos provistos de parrillas a carbón, o planchas eléctricas conectadas a baterías en donde en cuestión de segundos pueden prepararte unas sabrosas brochetas de pollo,  de ternera o de cerdo (aunque es realmente complicado diferenciar el sabor porque todo lo untan con salsa dulce). También los hay en los que te ofrecen fruta fresca, cocos, kebabs, crepes al estilo thai, incluso insectos.

Lo habéis leído correctamente, insectos. Desde escorpiones, larvas, cucarachas de agua, saltamontes, gusanos, hasta incluso arañas. Todos estos manjares son ofrecidos adecuadamente cocinados en el mismo día y también especiados. Algunos, como los escorpiones, únicamente necesitan un poco de sal como aderezo, y ya están listos para comer. Previa separación del aguijón, claro, que es donde estos animalillos almacenan el “mortal” veneno. Otros, como la cucaracha de agua necesitan un poco de pimienta. Los saltamontes requieren una limpieza previa de alas y antenas, dependiendo si se es más o menos escrupuloso. De cualquier forma, lo más probable es que si pedimos un insecto para probar nos lo ofrezcan ensartado en un palillo. ¡Eso sí que es una verdadera tapa tailandesa!

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Exotismos culinarios a parte, Khao San también es el lugar adecuado para vivir un “affaire” oriental. Dicen que para cada roto hay un descosido. Y en este caso se le añade la particularidad que además los bolsillos de los turistas rebosan bahts. Por lo que no resulta demasiado complicado encontrar compañía tailandesa. Algo más difícil es proporcionar una habitación donde dar rienda suelta a la pasión del momento. En todos los “guest house” (hostales) se multiplican los carteles donde se puede leer: “thai friends are not welcome at romos” (los amigos tailandeses no son bienvenidos en las habitaciones). A buen entendedor, pocas palabras bastan.

Pero por encima de todo, este enclave es el  lugar idóneo donde conseguir suvenires de todo tipo. Desde las omnipresentes estatuillas de Buda, hasta las no menos populares camisetas con el logotipo de la cerveza local Chang (la de los dos elefantes). Es indiferente que el viajero no tenga una idea definida de lo que va buscando, la oferta y el regateo aceleran su pulso derrochador. A lado y lado de la calle se multiplican los puestos hechos a base de tres elementos, esencialmente: tablones de madera, barras de metal y lonas de plástico. Los primeros sirven de expositores, los segundos además de dar estabilidad al cobertizo ejercen de improvisadas “burras” donde colgar las prendas de ropa, y los terceros, de protección ante la lluvia que traen los monzones.

Y bajo los plásticos y las montañas de suvenires, centenares de vendedores pasan entre 12 a 14 horas diarias en el puesto, a pie de calle. El negocio pertenece a un sólo tailandés “the same boss” (el mismo dueño), como dicen ellos. Pero son personas de nacionalidad birmana las que lo defienden día a día. La birmana es la mayoría inmigrante en Tailandia. Son los desposeídos encargados de llevar a cabo los trabajos más duros: la construcción, la hostelería, o como ocurre en Khao San, obligados a seguir el juego del regateo a los turistas. Ellos, que apenas ganan entre mil y dos mil bahts al mes, -entre 25 y 50 euros-, han de poner buena cara mientras simulan un regateo que a ellos les queda lejos. Ven sacar billetes de los monederos de los viajeros que ellos tardan en reunir varios meses. A pesar de todo, y aún después de haberlos mareado con  ofertas y contraofertas para después no acabar por comprarles nada, te suelen despedir con una sempiterna sonrisa.

Pero si uno quiere alejarse de todo ese juego superfluo e intenta traspasar la fina barrera que separa la actitud consumista del turista, de una postura más humana, comprobará como el drama se extiende aún más profundamente. Birmana no es país para jóvenes, o al menos no lo era hace tan sólo dos años. Momento en el que el vendedor al que le he preguntado el precio de una estatuilla, -de apenas 20 años-, tuvo que huir de su propia casa. El gobierno birmano, controlado por una espartana cúpula militar, reclutaba a la fuerza a jóvenes, casi niños, para engrosar las filas del ejército. “Querían cogerme pero conseguí huir. Luego arrestaron a mis padres, pero ellos no les dijeron donde estaba”, me dice clavando sus negros ojos en los míos.

Por un momento mis preguntas nos habían alejado del juego vacío e inerte del regateo. Poco importaba que estuviéramos rodeados de imágenes de Buda, de cuadros con los templos de Angkor pintados sobre lienzo, o de tallas de madera de elefantes trompa arriba. Nuestra conversación había transgredido las reglas de Khao San: “obtén lo que quieras a cambio de dinero y  pasa de largo”. “En Birmania no hay democracia, la vida es muy difícil, al menos hasta ahora. Ahora las cosas han cambiado”. El joven vendedor se refiere a la ligera apertura que el país ha experimentado en los últimos dos años. La cúpula militar ha ejercido durante casi 50 años una puño de hierro sobre su población y sobre todo ha perseguido obsesivamente a los detractores del régimen. De ahí la prisión domiciliaria de la activista por la democracia y Premio Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi, durante más de 15 años. “Ella es nuestra guía. El pueblo toma valor con sus palabras”, asiente con vehemencia y continúa. “Ahora las cosas han cambiado!. De un tiempo a esta parte la cúpula militar se ha disuelto, se ha levantado el arresto domiciliario de Ang San Suu Kyi y se han celebrado elecciones. Los primeros comicios legislativos en 20 años, aunque desgraciadamente resultaran ser fraudulentos.

Según los resultados contabilizados, el Partido Unión Solidaridad y Desarrollo, afín a los militares, habría obtenido el 80% de los votos. Mientras, la Liga Nacional para la Democracia, -la formación política de la que la líder birmana es ideóloga y guía espiritual-, había sido ilegalizado por la cúpula. Así pues, la sombra del ejercito todavía se mantiene alargada y pesada sobre la vida y la política del país.

No es fácil olvidar las impactantes imágenes de  2008 durante la revolución de los monjes. “Ellos sólo pedían al gobierno que bajara los precios de los alimentos”, recuerda con amargura. “Los monjes viven de las limosnas que dan los ciudadanos. Pero llegó un momento en el que todo estaba tan caro, que no podían alimentar a los monjes”. Entonces los religiosos salieron a las calles por miles.  Sostenían sus cuencos de limosna vacíos boca abajo y se manifestaban ocupando espacios públicos para protestar por la intransigencia de su gobierno. Su mensaje era claro: “estamos hambrientos y los birmanos no pueden alimentarnos a nosotros, ni tan siquiera a ellos mismos”. Con una expresión sombría el vendedor clava aun más su mirada en la mía, totalmente indignada. “El gobierno nos disparaba, hubo muertos, incluso un periodista fue asesinado”, me recuerda. Entonces me viene a la mente ese joven oriental, cámara de fotos en mano, cayendo de espalda al suelo sin vida, después de haber sido disparado a bocajarro por un policía en una de las manifestaciones. La imagen abrió todos los informativos de televisión de todo el mundo y situó a Birmania en el mapa de los países antidemocráticos.

“Sí, voy a volver a casa de mis padres en cinco o seis meses”, responde a mi pregunta sobre el regreso. “Es igual que no hayas comprado nada. Tú eres un buen hombre, eres un buen hombre. Que tengas fortuna”. Esas son sus últimas palabras mientras nos despedimos. Y yo no puedo evitar mirar por enésima y última vez sus encías completamente ensangrentadas.

“¿Sois de España? Qué bonito país! Vi una película que se rodó en España”. Mientras trata de acordarse del título, me fijo en el aspecto de esta vendedora de camisetas estampadas. De mediana edad, rondaría los 50 años. Tenía una tez morena y conservaba un cutis con pocas arrugas. “Aquí todos somos birmanos, todos nos dedicamos a lo mismo: vender”. Me cuenta que su marido cuida de otro puesto unos metros más adelante de la calle. “Mi madre también se vino con nosotros a Tailandia, ella está enferma”. Suspira y deja la mirada suspendida en el puesto de enfrente. “Aquí estamos mejor que en nuestro país”. Y asegura, “aquí hay trabajo”. Le pregunto que cuando descansa y ella me responde que descansa en el puesto y que se estira en el suelo para estar más cómoda. Y concluye, “trabajamos todos los días”. Antes de despedirnos le alargo la mano con 100 bahts pero no los acepta. “Para tu madre”, le digo. Entonces sí los toma y se los guarda. Mientras sale de su cobertizo.  “Que tengáis suerte”, nos despide.

“Pago 8.000 bahts al mes, -unos 200 euros-, por  una habitación al mes. Está en esta misma calle”. Me asegura otro joven vendedor mientras espera que le compre una estatuilla del Buda meditando, hecha con hueso de pez. No debe haber cumplido la mayoría de edad y ya ha abandonado su Birmania natal. Está claro que trabaja y vive en Khao San. Demasiado tiempo sin salir de un lugar cargado de una atmósfera enrarecida, hostil. Mi último interlocutor no tienen ganas de hablar. La presencia de su jefe tailandés le hace permanecer en tensión. Sus ojos, perdidos de toda ilusión aunque límpidos,  gritan y hablan de desesperanza.

“Good price for you” (buen precio para ti), le digo para relajar el ambiente. Me había decidido finalmente a comprar dos estatuillas para mi familia. Y lo reconozco, regateé. Fue un impulso incontrolable. Un instinto consumista que después de casi un mes en Tailandia, se había inoculado en mi ADN sin remisión. Lo tenía incrustado en mi cerebro. Eso, a pesar de que hacía apenas unos segundos todavía me encontraba en el plano humano del viaje.

¿Pero quién no quiere llevarse de recuerdo un suvenir del país de las mil sonrisas? ¿Quién puede resistirse a comprar tan barato?  Y además, ¿por qué sentirse culpable por ello? Con las dos tallas de Buda en la mano y otra en la cartera, se había esfumado casi instantáneamente mi preocupación por el drama birmano. Había hecho suficiente. Lo había intentado pero ese chico no quería hablar conmigo. ¿Y además qué podría haberle ofrecido? ¿Empatía? ¿Qué solucionaría con eso?

Lo siguiente era bastante previsible. El turista paga, obtiene lo que quiere y se olvida para siempre del vendedor anónimo. Al fin y al cabo, ¿qué puede hacer un simple turista para cambiar el sino de sus vidas? A punto de marcharme y con las bolsas colgando de mi brazo extiendo mi mano derecha al dependiente. El chico, sin el menor signo de interés, me encaja la mano mientras evita mirarme a los ojos. Yo sólo era un turista más en  la vorágine de Khao San.

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