Nos quedaba hacer la última inmersión, la nocturna, y nos convertiríamos en buceadores avanzados. Aunque meterse en el agua, con la negra noche ya caída, nos daba respeto, por no decir, algo de miedo. Pero allí estábamos, bajo el porche de la escuela Pura Vida preparando el equipo, con el neopreno mojado y el frío haciéndonos tiritar. “Lo que se ve durante el día es diferente de lo que se ve de noche”, es lo que nos habían asegurado desde la escuela. Y eso era precisamente lo que esperábamos presenciar.
Días antes ya habíamos realizado las cinco inmersiones imprescindibles para conseguir el título Open Water. Y a nuestro parecer habíamos completado, con más o menos éxito, cuatro de las cinco necesarias para obtener el Advanced. La inmersión de flotabilidad, consistente en mantener una posición estable mediante el control de la respiración. En ésta debíamos atravesar un cuadrado, -hecho con barras de hierro-, de 1,5 m x 1,5m de tamaño. Tuvimos que intentar pasar por dentro de todas las formas imaginables posibles. Y eso que el cuadrado lo sujetaba nuestra instructora, a unos 10 metros de profundidad. Otro de los ejercicios para demostar nuestra flotabilidad consistió en ponernos totalmente verticales con la cabeza tocando el fondo del mar.
Después de demostrar nuestra habilidad con la flotación llegó el turno de comprobar nuestras habilidades con la orientación. Es decir demostrar cómo nos las apañábamos con una brújula, a más de 10 metros por debajo de la superficie. A eso hay que sumarle que contábamos con una pésima visibilidad que no nos permitía ver más allá de cuatro metros de distancia. Algunos de los ejercicios consistían en tomar una dirección y avanzar 10 ciclos de aleteo para volver exactamente al mismo punto. En otros, el recorrido que teníamos que hacer debía dibujar un imaginario cuadrado perfecto antes de llegar al punto de partida. Todo dependía del manejo de la brújula. Aunque en las inmersiones de navegación como ésta, además de orientarse con respecto al norte magnético debíamos hacer acopio de todas las ayudas físico-naturales posibles como por ejemplo: la luz del sol que se reflejaba, la disposición de las rocas, la situación de la costa, etc.
La tercera y la cuarta corresponden a la inmersión profunda y a la naturalista. Hay que decir que en el buceo recreativo la máxima profundidad a la que se puede descender son 30 metros. Así que esperábamos bajar hasta el mismísimo “infierno” marino durante la inmersión profunda. En ello estábamos, dejando atrás peces y arrecifes de coral y únicamente viendo arena a nuestro alrededor cuando, de repente Javi nos detuvo. En una pizarra colgada al chaleco empezó a escribir algo. “A más profundidad sólo arena”. Habíamos llegado a los 22 metros y no había mucho más que ver. ¿Para qué bajar más? Así qué regresamos ascendentemente para continuar con nuestro paseo entre corales.
¿Qué decir de la naturalista? Previa explicación de nuestro instructor sobre como identificar a los diferentes seres vivos marinos (entre peces y corales) nos sumergimos dispuestos a poner nombre a todo lo que viéramos, se moviera o no. Fue una de las inmersiones que más he disfrutado. Y el espectáculo subacuático no fue para menos. Decenas de damiselas defendiendo valerosamente su territorio. Los esforzados y trabajadores peces loro devorando insistentemente el coral. Los escurridizos salmonetes de un intenso color rojizo. Los “feúchos”, meros merodeando entre los corales de puntas de alce. O el gracioso pececillo “goopy” que trabaja en equipo junto con la gamba. Mientras ésta, -pobre invidente-, escarba un agujero sin descanso en el lecho marino, el pez “goopy” vigila a la entrada. Y en caso de que algún depredador venga a por ellos, el pez “goopy” se mete corriendo en el agujero, llevándose por delante a la gamba, poniéndose así los dos a salvo. Simbiosis pura y dura.
Pero volvamos al neopreno mojado y a la inmersión nocturna. Íbamos caminando descalzos, con el equipo a cuestas, recortando la pequeña distancia que hay entre la escuela de buceo y el mar del Golfo de Tailandia. La entrada sería por la playa, así que nada de pasos de gigante u otros saltos desde el barco. De espalda al mar entrábamos caminando a pie y con linternas “waterproof”, o resistentes al agua, en la mano. La marea estaba subiendo y el oleaje, aunque no era muy fuerte, nos hacía perder el equilibrio. Así que lo mejor que podíamos hacer fue hinchar todo el aire de nuestros chalecos de flotabilidad. Acto seguido nos colocamos el regulador en la boca y hundimos la cabeza en el agua. Entramos haciendo “snorkeling” o buceo de superficie.
Flotando con todo el equipo a cuestas, el coral quedaba a tan sólo varios centímetros de nuestro ombligo. Además, por más que aleteáramos las olas nos empujaban constantemente para la playa y hacia el fondo, en un compás regular. Así que, en lugar de padecer por que fuéramos a meternos en las negras profundidades con la simple ayuda de unas linternas, además tuvimos que procuraba esquivar todos los erizos de mar que se presentaban por sorpresa a nuestro paso. Tras algunos minutos de lucha con el mar, al fin conseguimos tomar profundidad y movernos más ligeramente.
¡Ahí íbamos! Cuatro haces de luz en medio de la completa oscuridad, “hacia lo desconocido”. Y una vez buceado de noche puedo decir que es diferente lo que se ve con la luz del sol que lo que se ve sin ella, con la ayuda de una linterna. A simple vista lo que se puede comprobar es que hay menos peces que se dejan ver. Quizá sea por aquello de que durante la noche salen de caza los depredadores. Sea como fuere, parecíamos un grupo de investigadores escudriñando todos los rincones del fondo marino. Veíamos un salmonete por aquí, un mero por allá, o una damisela despistada. Era curioso ver como al apuntarlos con la linterna éstos quedaban inmóviles dentro del haz de luz, como petrificados al momento. Me imagino que la impresión que se tenían que llevar ellos era mayúscula.
La sensación de completa oscuridad llegó en el momento en el que el instructor nos animó a tapar el haz de luz de nuestras linternas con la mano. Por unos segundos me pareció estar perdido en medio del inconmensurable océano. Y un escalofrío me recorrió el espinazo. Más valía focalizar toda mi atención en buscar nuevos especímenes, así se calmaría mi intranquilidad y mi nerviosismo. Tanto buscar y allí estaba: todo un enorme cangrejo con las pinzas erguidas “casi” perfectamente camuflado entre las rocas. No fue la única sorpresa. Durante la noche emergen de sus agujeros todos los pólipos del coral. Son las flores, imposibles de ver de día, que se alimentan de noche atrapando el plancton que está en suspensión. Los colores del coral varían sorprendentemente bajo la luz de un linterna.
Llevábamos casi la mitad del tiempo de inmersión consumido y de repente el instructor empezó a mover su linterna de un lado para el otro vertiginosamente. Era la señal. Había encontrado algo. Nada más y nada menos que un raya de puntas azules. Se suspendía a escasos dos o tres centímetros del fondo. Parecía como si levitara. De un todo blanquecino y verdoso, sus motas azules tirando a turquesa, destacaban por encima de los demás colores. Se movía graciosamente haciendo ondular su cuerpo como el vuelo de una falda al viento. Ante nuestra presencia buscó refugio en unas rocas cercanas, pero todos tuvimos tiempo de contemplar su grácil “vuelo” submarino.
Pero la raya no sería la única invitada a la velada nocturna. Otro movimiento frenético de linterna y allí lo teníamos: el pez globo. No estaba inflado ni mucho menos. Aún así presentaba una apariencia de lo más exótica. Imaginaos una bolsa de papel inflada. Las típicas de cabina de avión. No se trata de un cubo perfecto pero es algo similar. Pues de esa apariencia es el pez globo. Con lunares blancos alargados, otros redondeados, y con una piel marrón oscura muy rugosa. El pobre tiene la movilidad bastante reducida. Tan sólo puede ayudarse de unas pequeñas aletas con forma de diminutas hélices que no le sirven de mucho. Bajo tantos focos nuestro protagonista se atoraba y se daba golpecitos con las rocas.
Ya llevábamos cerca de 40 minutos bajo el agua y el miedo inicial se había transformado por completo en el deseo de descubrir nuevos seres. Pero ya no había tiempo para más, el nivel del tanque estaba cercano a la reserva. Íbamos de camino a la orilla y recordaba todos nuestros avistamientos: dos cangrejos, una raya y tres peces globo. Podíamos estar contentos. La salida fue menos dificultosa que la entrada. En este caso las olas nos ayudaban a dirigirnos a la playa de forma suave. Aunque siempre había que tener un ojo puesto en los erizos. A eso de las nueve de la noche, cuatro cabezas emergían de las profundidades frente a la orilla de la playa de Sairee, ante la mirada atónita de los turistas que a esa hora se tomaban una copa. ¡Misión cumplida, ya éramos unos buceadores avanzados! Y de paso, le habíamos perdido el miedo, que no el respeto, al buceo nocturno.