El “Weta Molas” (en la lengua de Flores, Indonesia) o “Hermana bonita” fue el barco que nos condujo durante tres días y dos noches a través de las procelosas aguas del Parque Nacional de Komodo. La escuela o compañía de buceo elegida fue la holandesa Divine Diving. Dirigida por una alocada y desinhibida Marij, oriunda de Países Bajos, cuenta además con la ayuda de dos instructores: Miky y Gila. Éste último es indonesio, mientras que Miky pertenece también al clan de los holandeses expatriados.
El Weta Molas es, supuestamente, el segundo barco más grande de Labuanbajo, un destartalado puerto costero de la isla de Flores. Desde allí parten la mayoría de los barcos en dirección al reino de los dragones. El nuestro, de un marrón oscuro que contrastaba con varías lonas blancas, se dividía en tres niveles. El más bajo destinado a albergar cuatro camarotes (cada uno para dos personas).
El segundo nivel se utiliza como espacio común. En la parte construida de madera y con varias ventanas de cristal es donde se sitúa la mesa para las comidas, el espacio para las bandejas de los alimentos, y el acceso a los camarotes. Siguiendo en el mismo nivel, en la parte delantera y únicamente cubierta por unas lonas blancas, se extienden varias colchonetas para el relax de los buceadores. En los laterales se encuentran los dos baños (con ducha de agua dulce incluida), mientras que la parte posterior está reservada para la cocina, los percheros con los trajes de neopreno, los tanques, y la máquina de aire comprimido.
Por último en el tercer nivel, sin ninguna cobertura o sombra se encuentra un pequeño espacio con dos colchonetas en las que tomar el sol. Luego queda la parte construida en madera que da cobijo al timón y a la persona más importante del barco, el capitán. Sin desmerecer, claro, al resto de la “crew” o tripulación: cocineros, encargados del relleno de los tanques, camareros, etc. En el barco compartíamos el espacio también con otros seis buceadores más. Una pareja de holandeses de unos 60 años, una chica londinense de mediana edad, otra pareja australiana de unos 30 y otra chica más joven. Hank, el buceador holandés había venido a las aguas de Komodo para conseguir su inmersión número 100. Otros como Alice (de Londres) llevaban a su espalda más de 160 “dives” o sesiones de buceo.
Karang Makassar, Manta Point
En el “hermana bonita” íbamos a pasar tres días y tres noches de buceo en buceo, escogiendo algunas de las mejores zonas. En Karang Makassar o Manta Point experimentamos la que hasta la fecha ha sido la mejor inmersión de nuestra vida. Nos habían advertido que no estábamos en época para poder ver mantas, que tendríamos mucha suerte si veíamos alguna. Pues bien, el mar se puso de nuestro lado ya que llegamos a contabilizar nueve mantas, algunas enormes. Como la primera que vimos. Apareció frontalmente. A causa de la corriente (mediana intensidad) nos abalanzábamos sobre ella. Tuvimos que virar hacia la izquierda, rodeándola en semicírculo. De esta manera sus separados ojos podían vernos y tener conocimiento de nuestra presencia.
Nunca antes habíamos buceado entre mantas. Un enorme cuerpo presidido por dos gigantescas aletas, que más que nadar bajo el agua, parece que estén volando a través de ella. Termina su cuerpo en la parte posterior con una fina y alargada cola. De color grisáceo en el lomo, cuenta con una textura más blanquecina en el reverso, el vientre. Y su tamaño, comparado con el de los humanos, es desproporcionado. Aproximadamente podría tener una envergadura de unos cinco metros de punta a punta de las aletas.
A lo largo de este buceo en Karang Makassar pudimos ver otros ejemplares de igual tamaño y algo menores. Algunas se encontraban en pareja, y otras más solitarias. Pero todas tenían algo en común. Habían llegado a Manta Point para recibir una merecida sesión de belleza y mantenimiento. Son las llamadas estaciones de limpieza. Las mantas se sitúan en paralelo, muy cerca del fondo, y se abandonan plácidamente a que decenas de peces más pequeños se introduzcan hasta en el más pequeño de sus recovecos, para desparasitarlas. Peculiar, la verdad. Pero todavía me pareció más increíble la forma en que estuvimos observándolas. Como consecuencia de una creciente corriente, era complicado mantenerse estable. Así pues nos aferramos a una piedra del fondo que hacía las veces de “ancla”, y allí estábamos, estirados en el fondo, viendo a las mantas, a resguardo de las corrientes del agua.
Batu Bolong, la guarida de los tiburones
“Batu” significa piedra y “Bolong” hace referencia al lugar. Este peñón pelado, en medio del mar, al este de la isla de Komodo es uno de los mejores lugares para el buceo. Accedimos a él en un bote a motor y de éste hicimos la entrada en el mar, tirándonos de espalda al agua. La piedra emergente de Batu Bolong está esculpida por las olas que han dejado varios escalones naturales en él. Pero eso es tan sólo la punta del iceberg. Bajo el mar desciende una pendiente de coral, más allá de los 20 metros de profundidad. Algunos en forma de cuernos de arce, otros como grandes setas achatadas, incluso algunos de forma tubular, o con formas laberínticas. En este arrecife encuentran refugio miles de peces de todos los colores y tamaños.
También es el lugar en el que suelen merodear los impresionantes e inquietantes tiburones de puntas blancas. Se les llama de esta llamativa manera porque aunque son completamente oscuros de piel, dos lunares blancos, más o menos abultados, marcan sus colas y aletas dorsales. No se hicieron esperar, tan pronto bajamos los primeros 10 o 15 metros allí estaban. Primero una sombra difusa que se dirigía hacia nosotros. Después la definición de la temida aleta dorsal. La mayoría de las veces se les ve solos. Aunque en ocasiones pueden estar acompañados por uno o dos ejemplares más.
Sus pequeños ojos extremadamente salidos fuera de las cuencas oculares se mantienen fijos, casi sin movilidad. Y la expresión de la cara es totalmente inmutable, como una muñeca de plástico. El movimiento más habitual en ellos es acercarse a unos 8 o 10 metros de nuestra posición para después virar el rumbo alejándose de nuevo. En una de las ocasiones estuve muy cerca de uno de ellos. Le vi acercarse desde mi izquierda, quizá a unos tres o cinco metros de donde yo estaba. Luego pasó por delante deleitándome con una imagen de su esbelta figura. Le podía ver perfectamente las agallas. Y por supuesto esos perturbadores ojos. Tan sólo fueron unos segundos mágicos. Reconocía aún si verlos al resto de los buceadores situados detrás, a bastante distancia. Había sido yo el bendecido en esta ocasión, por el mar.
En Batu Bolong también pudimos distinguir un par de tortugas corrientes. Y digo “distinguir” porque se mimetizan de manera tal que se ha de tener un ojo experto para localizarlas. Sobre todo si se encuentran descansando en el arrecife de coral, como era el caso. La segunda de ellas se mantenía algo más activa. Alargaba su escamoso y duro, aunque flexible, cuello en busca de comida. Su cabeza acabada en una boca en forma de pico, levantaba polvo y arenisca de entre el coral que iba degustando.
The Couldron, o la autopista bajo el mar
Antes de cada inmersión, siempre se hace un “briefing” o reunión en donde se detalla el tipo de buceo, las condiciones del mar, la profundidad máxima, los animales que suelen verse en las proximidades del lugar, pero sobretodo, el tipo de corriente. Nosotros veníamos de haber hecho submarinismo en la isla de Koh Tao en Tailandia, donde el agua es una completa balsa de aceite. Pero a medida que vas interesándote más por este deporte entiendes que los pequeños seres que sirven como comida para otros mucho más mayores se encuentran en las corrientes. Allí, en la confluencia de aguas cálidas y otras más frías es donde sucede toda la acción. Los grandes pelágicos se mueven como en casa a través de las corrientes, pero nosotros no tanto.
El principal consejo para lidiar con las corrientes es no exponerse a ellas o dicho de otro modo, evitar bucear a contra corriente. Por dos motivos principalmente, te vas a cansar y vas a consumir gran parte del aire de que dispones. Hay que intentar determinar de qué lado viene. Ya sea mirando el bamboleo de las burbujas, el oscilar de los corales flexibles, o el movimiento de los peces. Se debe procurar también, siempre que sea posible, colocarse a resguardo, detrás de una roca. Si no se dispone de ella, intentar mantenerse lo más pegado al suelo o a una pared vertical. Y para las corrientes extremas, un nuevo “gadget” o accesorio: un gancho metálico adosado a nuestro chaleco, con el que amarrarnos a una piedra en el caso de no poder mantenernos estables.
“The Couldron” o caldera es famosa por un pequeño cañón de unos 10 metros de profundidad, más o menos, en el que grandes peces como el pez napoleón, el labios dulces o el atún, se pueden observar a contraluz. La instantánea es preciosa. Bancos más o menos abundantes de grandes peces quedaban a unos cuantos metros por encima de nuestras cabezas, dejándoles que les cayera la luz de la superficie y proyectando unos azules y grises espectaculares. Una experiencia increíble bajo el agua que sin embargo tiene la dificultad añadida de tenerse que mantener bien pegado al fondo. La corriente en el cañón podría dirigirnos a toda velocidad hacia arribar, sin respetar el debido tiempo de descompresión.
Además de grandes peces, los tiburones también son habituales en la caldera. Sobre todo los de puntas blancas. En nuestro caso vimos tres tiburones, además de dos rayas de puntas azules que permanecían escondidas en un recoveco rocoso. Es bastante sabido que estos ejemplares de tiburón no atacan a las personas. Es más, el burbujeo que provocamos los buceadores les desagrada en demasía. Por lo tanto suelen mantenerse a distancia ante nuestra presencia. Todo eso es bastante tranquilizador. Aunque saberse rodeado de varias aletas de tiburón hace que todos los sentidos estén alerta, sobre todo la vista.
Si en el cañón debíamos “luchar” contra la corriente ascendente posándonos en el suelo, hacia el final de la inmersión nos dejamos llevar por la fuerza del agua, que nos movía en sentido lateral. La sensación es como tomar un inesperado carril de acceso a una autopista y no parar de acelerar. La corriente nos arrastró unos 200 o 300 metros, “sobrevolando” corales y elevaciones de tierra. Siempre nos mantuvimos a favor de esa fuerza de la naturaleza que hacía bailar, a su son, a los peces más pequeños. Veíamos el espectáculo submarino como si fuera una película. Peces y corales iban pasando rapidísimamente ante nuestros ojos. ¿O más bien éramos nosotros los que nos movíamos sin control? He de decir que fue una experiencia muy agradable el hecho de no tener que aletear para desplazarse. Pero al mismo tiempo uno se da cuenta de que la fuerza del mar es impredecible e implacable.
Castle Rock o la lluvia de peces
Si la corriente había sido la tónica general hasta el momento, en “Castle Rock” (al norte de la isla de Komodo) lo alucinante era mantenerse en una flotabilidad neutra, y quedarse quieto a ver el increíble espectáculo natural de que éramos testigos. Miles y miles de peces de todo tipo concentrados en bancos, o como lo llaman en inglés “schools” se mueven en círculos en la misma dirección. Parecen torbellinos compuestos por centenares y centenares de seres vivos que refulgen de colores brillantes, casi de neón. Algunos eran de tonalidad grisácea pero contaban con una línea de color azul eléctrico en uno de sus laterales. También había “schools” de grandes peces como el atún, el pez napoleón, el “swite lips”, etc.
En ocasiones y sin necesidad de moverse, los bancos de peces te envolvían a muy pocos metros. Si mirabas hacia la superficie, la luz del sol caía como un manto sobre centenares y centenares de peces que proyectaban una imagen compuesta por varias tonalidades de azules. Y como es habitual, los siempre en alerta tiburones de puntas blancas no perdían detalle de la danza masiva de los peces de Castle Rock.
La oscuridad de Wainilu
Al norte de la isla de Rinca queda una pequeña elevación montañosa que deja una franja blanca de arena de playa conocida como Wainilu. Allí el “hermana bonita” fondeó con la intención de pasar la noche, pero también fue nuestro trampolín para realizar una inmersión nocturna. En este tipo de bajadas se suele buscar una playa o costa como referencia y la inmersión suele ser de poca profundidad, unos 16 metros. El paseo se realiza con una linterna, sólo de esta manera se puede reconocer a los animales que se activan con la oscuridad y salen en busca de alimento. Bucear en plena nocturnidad con la única iluminación de una pequeña linterna no era nueva para nosotros. Pero el respeto era exactamente el mismo.
Entre las “aves nocturnas” del mar se encuentran los pulpos. Unos seres gelatinosos, que en el caso del ejemplar que vimos, se arrastraba por el suelo y tenía un color bastante similar al del fondo marino. También las serpientes marinas afloran. Peces extremadamente delgados y alargados mantenían la flotación suspendidos cerca de unos corales. También la raya de puntas azules hacía acto de presencia bien pegada al fondo, casi enterrada por la arena.