Un ejemplar de dragón de Komodo, en el Parque Nacional de Komodo, (Isla de Rinca, Indonesia).
Al despuntar el día, -el bote con dos motores de 40 caballos de potencia cada uno-, surcaba las aguas que bañan Loh Buaya (en la isla de Rinca). Ahí aguardan en su guarida los dragones de Komodo. Los lugareños los conocen con el nombre de “oras”. Rinca es la isla hermana de Komodo, menos conocida e indómita. Por eso no está tan atestada de turistas y permite un contacto más tranquilo con estos casi prehistóricos animales y su entorno. La orografía es agreste, seca y en su mayoría está cubierta de un manto de hierba seca. Pequeñas elevaciones “peladas” de tonos amarillentos, marrones y rojizos son reflejadas por los primeros rayos de sol de la mañana. Busco con la mirada el verde tropical que cualquier occidental podría esperar cuando piensa en una isla oriental. Pero en tan sólo pequeñas depresiones, -sobretodo en las falda de los “peñones”-, y compartiendo el espacio ya con la arena de la playa, se pueden observar algunas zonas de frondosa vegetación arbórea.
La entrada al Parque Nacional de Komodo cuesta unas 123.000 rupias indonesias (unos 7 euros y medio). Cincuenta mil rupias (unos 3 euros) van a cuenta del uso de una cámara de fotografías. Un pequeño embarcadero de madera da la bienvenida al santuario de los dragones. Un pequeño sendero artificial, rodeado de piedra baja marca el camino a seguir hasta una zona de bungalows donde residen los “rangers” o guardabosques. Palo en mano, se encargan de mantener a raya a estos veloces y mortíferos animales. Se trata de un palo alargado y delgado que en uno de sus extremos acaba en dos puntas, como si se tratara de una de esas horcas que se utilizan para cargar y mover el heno o la paja de los graneros. Con tan sólo la defensa de dos guías con sus dos palos nos hemos adentrado hacia lo peligrosamente “desconocido”.
El primer dragón se deslizaba majestuoso en el margen izquierdo del recorrido, muy cerca de las casetas hechas de madera. Con un impresionante y característico balanceo primero de sus dos extremidades anteriores y después las posteriores, dejaba oscilar la alargada cola en el aire. No podría asegurar con exactitud su parentesco con los prehistóricos dinosaurios, pero su aspecto recuerda en demasía a la imagen que tenemos de aquellos poderosos seres. El color de su escamada piel es grisáceo aunque puede llegar a variar de tonalidad para camuflarse y adaptarse en el ambiente. Posee unas poderosas garras con unas palmas bien acolchadas. Su tamaño puede variar entre los dos, y tres metros y medio de longitud. Se puede distinguir un macho de una hembra únicamente prestando atención a la envergadura. Cabeza y cola grandes son características de los machos. Aunque ambos sexos son peligrosos por igual.
Un ejemplar de dragón de Komodo, en el Parque Nacional de Komodo, (Isla de Rinca, Indonesia).
El ejemplar que fotografiábamos sin parar contaba con unos 25 años de edad y no le importaba mostrar su alargada, blanquecina y bípeda lengua. A éste los guardabosques le habían marcado con pintura blanca el lomo por su agresividad. Cuál camaleón o lagarto, la lengua del dragón de Komodo hace las veces de radar químico. Capta las substancias químicas suspendidas en el aire para poder orientarse, detectar cualquier movimiento, o cazar. Son unos temibles cazadores. En la boca de este despiadado animal se han llegado a encontrar hasta 60 substancias químicas diferentes que provocan la muerte. Eso sin contar con unos afilados dientes y garras, especializados en destripar búfalos, monos, cabras, o cualquier otro ser vivo que se tercie. En 1974 un turista sueco que había vuelto a recuperar su cámara fue mordido y devorado por varios dragones. En Rinca, al menos en los últimos años se han contabilizado mordeduras a cuatro “rangers”, pero afortunadamente todos sobrevivieron.
Más adelante, e intrigantemente cerca de la zona habitada por los guardabosques, encontramos al segundo ejemplar. Otro macho, vientre abajo, con el mentón apoyado en la seca hierba y las cuatro extremidades totalmente relajadas. Parecía tranquilo y supuestamente satisfecho con su última comida. Podía parecerlo a simple vista, desde luego, a ojos inexpertos como los nuestros. Pero estos animales son totalmente impredecibles. Si lo creen oportuno pueden lanzar un ataque a una velocidad de unos 80km por hora. Acostumbran a envenenar a presas de su mismo tamaño o incluso más grandes (como los búfalos) con una temible mordedura. Luego esperan días, incluso semanas a que el veneno haga efecto, siguiendo el rastro de la sangre no coagulada de su moribunda víctima. Durante nuestra visita, la apacible apariencia de los dragones seguro se veía motivada por la amenaza disuasoria de los palos de los guías. Estos, ante cualquier movimiento o acercamiento, no dudaban en clavarlos en el suelo, a modo de advertencia.
Uno de los «rangers» descansa apoyado en su horca en el Parque nacional de Komodo (Isla de Rinca, Indonesia).
Después de varios metros, en una zona más recogida por varios árboles, justo en la parte más hundida de una pequeña depresión, se encontraban intactos varios nidos de huevos de dragón de Komodo. Pueden observarse entre cinco y seis nidos juntos, aunque sólo uno es el verdadero. Se trata de un intento de despistar a los posibles merodeadores. De unos dos metros de profundidad por un metro de diámetro, las hembras depositan entre 15 y 30 huevos. Junio, julio, agosto y septiembre son los meses de apareamiento. En octubre y noviembre tiene lugar la puesta de huevos. Hay que esperar entre ocho y nueve meses para que la primera cría rompa el cascarón. Otro ejemplo de la extraordinaria naturaleza de estos seres tiene que ver con el comportamiento de las crías al nacer. Instintivamente se mueven hasta el árbol más cercano y trepan todo lo que pueden. No se trata de algo baladí. Los depredadores están al acecho. Incluso las propias madres suelen practicar canibalismo con sus propias crías. Cobijadas entre el follaje de los árboles pueden alimentarse de pequeños lagartijas y otros animales, hasta los tres o cuatro años.
Los dragones de Komodo son los dueños y señores de Rinca, una isla en la que comparten el espacio junto con manadas aisladas de búfalos, caballos salvajes, monos de cara blanca, águilas y algunas de las serpientes venenosas más peligrosas del mundo (como la pequeña y mortífera serpiente verde o la de cascabel). Todos conviven en una delicada cadena trófica en la que los dragones se encuentran en la cúspide de la pirámide alimenticia. En total existen cerca de unos 2.400 ejemplares en la isla, y cada año su número va en aumento. A razón de unas 15 o 30 crías por temporada. Noticias al menos tranquilizadoras para una población de dragones que, a pesar de todo, continúa siendo una especie que sigue estando en riesgo de extinción.