A pocos metros de la plaza del Seminari, en pleno corazón el casco antiguo de la ciudad de Lleida, donde ahora hay un aparcamiento, un murmullo de voces masculinas descubre el camino hacia un asentamiento callejero de temporeros. Son unos 30. Muchos son de Senegal, otros de Malí. Bajo la sombra de un gran árbol, algunos juegan a cartas, otros duermen estirados sobre cartones. Hay quien se prepara la comida con algo de fuego. La mayoría no hace nada. Sólo miran al infinito, sentados, esperando a que llegue el trabajo. Sin demasiados recursos, la práctica totalidad no tiene más remedio que pasar las noches al raso, entre cartones, mantas y colchones viejos.
Desde que comenzara la crisis la faena en el campo cada vez escasea más. “Esperamos a que Dios nos dé trabajo”, asegura uno de los temporeros. La campaña de la fruta en Lleida empezó a mediados de junio y este año se alargará hasta finales de agosto. Mientras la oportunidad no llega, unas 500 personas, la mayoría hombres, duermen a la intemperie en la ciudad y cerca de los campos de cultivo, según Cruz Roja. “El ayuntamiento ofrece ayuda a los temporeros pero en cuanto a que les proporcione vivienda creemos que deben ser los propios agricultores los que se hagan cargo”, comenta Sara Mestres, concejala de Seguridad y Civismo de Lleida. El consistorio insiste en que este año han venido muchos menos. “Otras campañas han llegado a instalarse 1500 temporeros”, recuerda Mestres.
En el asentamiento cercano a la plaza los temporeros sin techo son cerca de medio centenar. Desconfían de la prensa. Dicen que están cansados de que vengan a grabarles y que lo único que quieren es trabajar. “Nadie va a hablar, no queremos que nos graben así, esto es la miseria”, se sincera Abdoulaye, un joven senegalés. “Aquí hay padres de familia que no quieren que sus familias les vean por la tele”, pide un compañero invitando al periodista y al cámara a abandonar el lugar. Otro de los temporeros estalla, “fuera de aquí, no queremos hablar, os vamos a romper la cámara”. “Aquí hay mucha mezcla de países y algunos están tocados”, inquiere otro temporero que vuelve a pedir nos marchemos.
Subiendo una pequeña cuesta, a unos 40 metros del asentamiento, se encuentra el antiguo mercado de Santa Teresa, y el edificio de la Maranyosa. Aquí se ubica el servicio único de la Unidad Territorial de Lucha contra la Pobreza. El ayuntamiento junto con varias entidades humanitarias y benéficas ha formado una red de ayuda conjunta. “Los temporeros vienen aquí para ducharse, dejar sus cosas en la consigna y para recoger una pequeña bolsa con alimentos”, asegura Jordi Vidal, técnico de Inmigración y Refugiados de Cruz Roja Lleida.
Desde la Marayosa, una callejuela empinada lleva hasta una diminuta plazuela donde suele estar varios temporeros. Hoy miran con impotencia como unos albañiles contratados por el ayuntamiento tapian ventanas y puertas de una casa municipal que hasta la noche anterior había sido su único techo en la ciudad. “Nosotros somos unos mandados”, asegura el joven ayudante de oficial. “Y dice el Ayuntamiento que nos ayuda, pues diles que no cierren la casa”, me propone Ibrahima, un trabajador del campo venido desde Huelva. El resto de sus compañeros proceden de Valencia, Cádiz y Toledo. Todos han venido a trabajar, y todos permanecen parados. “Sí que hay trabajo, pero prefieren dárselo a los rumanos”, apunta Ibrahima. Otro sorprende por las sospechas que lanza hacia el zumo que les ofrecen desde la casa Maranyosa. “Después de tomar el zumo, me entran muchas ganas de dormir”, afirma, “creo que le ponen algo para que estemos tranquilos y no haya problemas”, insiste. “Por eso estamos tumbados encima de cartones durmiendo todo el día”, le da la razón otro inmigrante.
El grupo también es reacio a hablar delante de la cámara. “Yo he hablado muchas veces en los campos de Huelva y la situación nunca ha cambiado”, se excusa Ibrahima, que es quien lleva la voz cantante. Aunque el “jefe” verdadero del grupo se mantiene distante, dando la espalda al periodista en todo momento. Al parecer él es el que ha dado la orden de no decir ni una palabra, con el “rec” encendido. “Él es el que lleva más años aquí pero no tiene los papeles”, confiesa Ibrahima.