Un humilde museo rodeado de jardines, y una especie de teatro griego con gradas al aire libre, constituyen el memorial del genocidio ruandés de 1994 situado en la capital del país, Kigali. Un dato, en Rwanda es delito señalar a la gente aduciendo su origen: mayormente hutu o tutsi. Y otro más, también es delito llevar un machete.
Un grupo escolar, ellos con camisa blanca y pantalón negro, ellas con camisa y falda, recorren la exposición. Leen atentamente los plafones en los que se explica cómo, -en tiempos coloniales-, los belgas instigaron las diferencias entre pueblos hasta convertirlas en insalvables. O cómo desde las tribunas de los diarios se llamaba a eliminar a las “cucarachas tutsis
Cuando los estudiantes reparan en los vídeos de los supervivientes y escuchan, -incrédulos-, cómo sus padres, madres o hermanos mayores fueron asesinados a sangre fría, y cómo desde entonces, el devenir de sus días se ha convertido en una penosa inercia, algunos estallan en llantos. Otros son abrazados y reconfortados por sus compañeros. Hay quien no puede continuar la visita y es acompañado hacia la salsa de apoyo psicológico.
En 1994, en tan solo 100 días, un millón de personas fueron asesinadas a machetazos o disparadas a quemarropa, a manos de soldados ebrios de sangre. Muchos hallaron la muerte a manos de sus propios vecinos, cegados por los prejuicios y las rencillas. La mayoría eran hutus. Dos millones, -de una población total de siete-, perecieron en tres meses. Algunos de los muertos eran también hutus moderados.
En mi audio guía oigo que se trató de un genocidio planificado y llevado a cabo de forma sistemática por el gobierno, en aquel momento hutu. Buena muestra de ello queda visible en la galería del museo donde descansan sin sepultura decenas y decenas de calaveras y fémures, de decenas de víctimas. Otros restos óseos se encuentran en los jardines, en varias fosas comunes, destacadas con carteles.
También en el exterior, en una pared, -que ya ha quedado para el recuerdo-, permanecen grabados los nombres de algunos de los que perecieron en 1994 durante el genocidio, en representación de los 250.000 que murieron tan solo en Kigali.
Cada siete de abril el teatro, -al que me refería al principio-, con un escenario de hormigón, y unas bancadas, -también de hormigón-, se abarrota de personalidades, gobernantes y ciudadanos de a pie. Es el día en el que se conmemora el genocidio. A muchos supervivientes les gustaría perdonar. Algunos confiesan que no podrán hasta que sepan quién está detrás de la muerte de sus seres queridos.
“Creo que si preguntas, nadie podrá explicar cómo se llegó a hacer tal barbaridad”, cuenta un testimonio. Después de 24 años de la matanza, el arrepentimiento público es la única manera de reducir condena. Aunque la mayoría de los asesinos están exiliados en Congo o fuera de la cárcel.