
Una mujer joven abraza a sus padres. La pareja acaba de dejar en el suelo de la estación dos grandes bolsas de tela. Ahí se han traído todo lo que han podido de su vida en Ucrania. Tatiana y su madre lloran. A su padre, un tipo curtido, se le empañan los ojos. “Imagínate lo que es levantarte cada día y no saber qué ha sido de tus padres, pensar que cada día puede ser el último”, se emociona Tatiana, ucraniana profesora de inglés en Barcelona. Sus padres lograron salir de la localidad de Sumy, una ciudad militar al noreste del país. Ahora se quedarán con Tatiana que les ayuda a recoger su equipaje rumbo a la salida de Sants. A su alrededor, centenares de personas caminan a paso ligero, mirando de reojo los horarios de salida de los trenes.
Varios voluntarios de la Cruz Roja escoltan a una comitiva triste que acaba de llegar en un tren procedente de Francia. Son en su mayoría mujeres con niños pequeños. Los voluntarios enfundados en chalecos rojos, -algunos hablan ruso y/o ucraniano-, les llevan a una zona con asientos blindada por mamparas. Hoy llegarán casi 270 personas. Algunos se quedarán en casas de amigos o familiares en Catalunya. Otros esperarán a su próximo tren rumbo a otras ciudades y pueblos españoles. Los habrá que continúen su éxodo hasta Portugal. Y los hay que reclamarán la condición de asiladozs. “Llevamos 11 días recibiendo y acogiendo a las personas que llegan de la guerra. Ya hemos alojando en hoteles y hostales a unas 1.900 personas solo en Catalunya. Llegan muy abatidos. Nuestra labor es acogerlos, informarlos y orientarlos”, resume Ramon Jané, responsable del dispositivo de Cruz Roja.
Un niño juega con un coche de juguete mientras su madre habla con una voluntaria. Una niña con una muñeca en la mano lo mira curiosa junto a su madre que no se despega de sus maletas. Esta parte del hall de la estación es un ir y venir de ucranianos desbordados y cansados en busca de su andén. Volodymyr es uno de ellos. Él es una rara avis. Es joven y atlético. Apto para el combate. No en vano en Ucrania era el director de un club deportivo. Pero él pudo escapar con su mujer y sus dos hijos. Acaban de llegar a la estación. La familia residía en Zaporiyia, muy cerca de la central nuclear bombardeada. “Tuve que huir de Ucrania por mis hijos, no quería estar en la ciudad bajo las bombas rusas, tuve que coger unas bolsas rápido con algunas cosas y salir de Ucrania”, explica en un más que aceptable Inglés.
“Salimos el primer día de la invasión, justo después de levantarnos con el ruido de los aviones militares rusos sobrevolando su ciudad. Fue entonces cuando supimos que teníamos que huir”, confiesa. Después de pasar por Polonia y Eslovaquia, hace dos días la familia decidió venir a España. El padre de la mujer de Volodymyr trabaja en Figueras. Él les acogerá de momento. “Si nos quedamos en España, tendremos que trabajar para contribuir a este país”, asegura el cabeza de familia. Ellos ya están a salvo, pero desde la distancia sufren por su país y, sobre todo, por la familia que se ha quedado. “La madre de mi mujer y su abuela ,que está enferma, se quedaron en Ucrania. Cda día escuchan las alarmas antiaéreas. Les suenan 3 o 4 veces al día y se tienen que esconder”, cuenta Volodymyr. Son los ecos de la guerra que resuenan entre los pasos y el traqueteo de maletas en la estación. La guerra sigue. La vida sigue.