3 de julio de 2013
Segundo día, y estas son las vistas que vemos desde nuestro hotel de Silom Road. Torres y torres de bloques de pisos, rascacielos apelotonados, una carretera de varios carriles suspendida por grandes pilones, y un cielo ligeramente despejado. Hemos notado el jetlack porque no nos hemos podido levantar antes de las once de la mañana. El calor y el bochorno de la habitación hacen que tengas una barrera invisible sobre tu cabeza que te imposibilita levantarte normalmente. Una vez en marcha, nuestra intención era comprar dos billetes de tren nocturno hasta la ciudad norteña de Chiang Mai. Para ello debíamos tomar de nuevo el Skytrain en la cercana estación de Surasak, y de allí trasladarnos hasta Sala Daeng. Una vez allí el siguiente paso sería tomar el metro hasta la estación central de trenes de Hua Lamphong.
Nuestra intención era comprar, con antelación suficiente, un par de billetes para dentro de dos días. Ya veníamos bien aleccionados desde Barcelona acerca de qué tipo de tickets debíamos de comprar. En primer lugar nos convenía viajar en el tren número 13,-no apto para supersticiosos-, en una cabina privada con dos literas y con aire acondicionado. El convoy salía de Hua Lamphong a eso de las ocho de la tarde y llegaba a Chiang Mai a media mañana del día siguiente. Perfecto. Pero como en todo buen viaje que se precie, el imprevisto hizo acto de presencia. Todos los pasajes con literas estaban agotados.
¿Solución ante un cambio de planes de esas características? Aguantarse y aceptar las migajas que nos quieran dar. Así que compramos dos billetes de lo único que quedaba: viajar en dos rígidos asientos durante toda la noche y sin aire acondicionado. En lugar de dormir plácidamente en horizontal, nos dejaríamos los riñones en un asiento de sky. Y en vez de salir a media tarde, lo haríamos pasadas las diez de la noche. ¿Hora de llegada? Todo un misterio. Pero no hay aventura sin riesgo, como no hay viaje sin imponderables. Teníamos los billetes en la mano para Chiang Mai, misión cumplida. Ahora nos dedicaríamos a descubrir la gran urbe “thai”.
De la estación de Hua Lamphong tomamos un tuk-tuk hasta nuestro siguiente destino. Un apunte acerca de este tradicional medio de transporte tailandés. Se trata de una especie de carromato formado por una motocicleta, a tres ruedas, de la que se extiende un remolque cubierto, como si de un apéndice se tratara. Son bastante coloridos, cada propietario decide la decoración. Aunque todos coinciden en mantener en la parte posterior y justo encima del humeante tubo de escape, unas letras en relieve que rezan la palabra “Bangkok”. En la parte delantera, un parabrisas de plástico duro, del que cuelga una chillona matrícula amarilla. Coronando el tuk tuk, sobre la lona negra que protege del sol abrasador, el cartel luminoso de “taxi”. Ya en el interior, en la zona posterior se encuentra el espacio justo para dos asientos (aunque es normal ver cuatro y cinco personas apretujadas). Desde ese lugar, el viajero tiene una visión privilegiada del cogote del conductor y también de la ruta a seguir, en medio del caos de la ciudad. El taxista es una suerte de suicida al manillar del tuk tuk que en su alocada carrera infringe todas las normas de circulación posibles que los occidentales estamos acostumbrados a respetar, más o menos.
Sí, el conductor de tuk tuk parece un verdadero piloto de fórmula uno, pero también resulta ser un duro regateador. Aunque hay que saber cómo manejar la situación. El precio siempre se negocia con él. Y éste puede ser bastante barato como en esta ocasión, en la que el viaje sólo nos costó 20 Baths (unos 50 céntimos). Nuestra intención era ir hacia Saphan Taksin “pier”, un embarcadero situado en el lado oriental del río Chao Praya. De allí decidimos dar una vuelta en barco por el río, alrededor de unos 45 minutos. Regateamos y bajamos 200 baths por cabeza, aún así fue bastante caro, unos 17 euros por persona. Tomamos una barca alargada, de unos 10 metros de eslora. Era de madera y estaba pintada a franjas verdes, naranjas y rojas. No era demasiado ancha, apenas cabían en la misma fila dos personas sentadas hombro con hombro. La fuerza que empujaba la embarcación era un motor que hacía girar una pequeña hélice sumergida en el agua. Sentado en la parte posterior, el conductor dirigía la embarcación desde la empuñadura de una palanca.

Navegando por el Chao Praya, -río caudaloso a la par que contaminado-, se ven los enormes rascacielos al fondo, y más de cerca, las precarias casas de madera metidas en el río sujetadas por pilares también de madera. En el mejor de los casos, estos pilones están hechos de bloques de hormigón. La vida en la ribera transcurre ajena a los barcos llenos de turistas, y mucho más, a los pintorescos y enormes cargueros mercantes que surcan las aguas del río. Los habitantes de las dos orillas, tienden la ropa, arreglan los aparejos de sus pequeñas embarcaciones o simplemente se sientan a la sombra del porche viendo la vida pasar, igual que si estuvieran en tierra firme. El día a día de los “bangkokianos” de río sucede incluso al margen de la presencia de unos inquietantes vecinos: los lagartos gigantes. A un gesto frenético del conductor y siguiendo sus señas pudimos contemplar varios de estos espléndidos reptiles recostados en un margen del río Praya tomando el sol.

También son frecuentes los vendedores ambulantes que a bordo de pequeñas embarcaciones van a la caza del turista ofreciendo todo tipo de bebidas y abalorios. Los conductores de embarcaciones turísticas, se acercan a donde ellos se encuentran. A cambio los comerciantes les regalan algo en especie.

Después de abandonar uno de los canales, volvimos al curso principal del río. Desde allí se divisaban varias construcciones monumentales, a lado y lado. En el margen izquierdo sobresalían los triangulares tejados puntiagudos repletos de tejas de verdes, anaranjadas y rojizas, sobre estructuras blancas. Y en cada arista, una especie de hoja de cimitarra dorada. Al punto, que en su conjunto se asemejaba a varias garras rutilantes apuntando desafiantes al cielo. Se trataba del conjunto histórico formado por el Grand Palace (Palacio real) y los templos del Wat Pho (donde se aloja el gigantesco Buda reclinado) y del Wat Phra Kaew (encargado de custodiar al venerado Buda Esmeralda). Por lo que respecta al lado opuesto, una inmensa torre o estupa custodia otras cuatro de menor altura. Está revestida de un color grisáceo bastante ennegrecido. El paso del tiempo ha hecho enmascarar el verdadero color blanco que debía cegar los ojos, a lugareños y visitantes, mucho tiempo atrás.
Nos dirigimos hacía la imponente estupa con ánimo resuelto. El bote nos dejó en un pequeño embarcadero a los pies de la enorme construcción. Habíamos llegado al templo de Wat Arun (templo de la Aurora o del Amanecer). Nos había impresionado la altura de su torre principal, y no es para menos. Resulta ser la más alta de todos los templos de la ciudad. Y allí fue también donde vimos, por primera vez, la tan ansiada estatua de Buda. Parece una tontería, pero encontrarte cara a cara con la imagen de ese orondo bonachón, sentado con las piernas cruzadas, que tantas veces habíamos visto en fotografías, nos proporcionó una de las primeras satisfacciones de la ruta.
El Rey Rama II hizo construir este templo, decorado con los restos rotos de la porcelana que traían los barcos chinos. Para los residentes en Barcelona, es imposible no encontrar similitudes con la técnica del “trencadis” utilizada por Antoni Gaudí, en varias de sus creaciones más celebradas. Pero volviendo a Wat Arun, en la parte de abajo, el monarca hizo levantar la estatua de un buda para que lo protegiera en su reinado. Cerca se hizo erigir una estatua a imagen y semejanza.
De ahí tomamos el ferry (30 baths) hasta el otro lado del río hacia la antigua residencia real (el Grand Palace). Ya estaba cerrada. Aún así, decidimos rodear el perímetro que estaba totalmente tomado por decenas de puestos que conforman el famoso mercado de amuletos. Cada uno de ellos exhibe centenares de miniaturas de Buda hechas de todo tipo de material. Estas son revisadas exhaustivamente, lupa en mano, por los posibles compradores. Para nuestro asombro, los que más se detenían en los puestos para escudriñar eran los propios monjes budistas.

El paseo nos hizo desembocar en el tradicional mercado callejero de Tha Chang. Por 60 baths cada uno (1,5 euros) comimos noodles, -fideos largos hechos a base de arroz-, acompañados de pollo y frutos del mar. Nos sentamos a comer en uno de los puestos que ofrecía mesas de plástico bajo unos toldos. Los fideos estaban realmente deliciosos. En cambio tengo mis dudas sobre el sabor de las cucarachas fritas y sazonadas con todo tipo de especias que vimos en otro de los puestos. La esencia de este mercado son los olores que emanan de las decenas de ollas y sartenes al fuego y los centenares de caldos y platos que están en exhibición.

Más tarde, y caída prácticamente la noche, nos dirigimos en tuk-tuk hacia China Town. Con relucientes carteles de tipografía china y decenas de puestos de comida callejera y de tiendas de medicina natural, este distrito continúa conservando parte de la esencia de aquel barrio de trabajadores chinos que se formó hace ahora casi tres siglos. La nocturnidad anima a la comunidad china y también a los propios habitantes a degustar exquisiteces culinaria en plena calle. Éstas se cocinan principalmente a fuego fuerte y al estilo wok. Sopas de verduras, arroz preparado de mil formas distintas, brochetas de carne a la parrilla, zumos a base de tés… La oferta gastronómica es amplia y apta para todos los gustos, y sobretodo, para todos los bolsillos.
Debíamos acabar la noche, como no podía ser de otra manera, tomando un plato de fideos de arroz con pollo y algo más (no nos pusimos a investigar) en unas mesas al lado de la carretera, bajo los carriles de la estación del Skytrain de Siam. Muy buenos.
Salud, suerte y buenos viajes!! 😀