
Una madre guepardo en el Masai Mara (Kenia).
Nuestro coche recorría la carretera de Mombasa, dejando atrás el Parque Nacional de Nairobi, lugar en el que campan a sus anchas leones, elefantes, jirafas, búfalos, y otros animales salvajes. Los animales comparten el protagonismo con el “skyline” de la capital africana. La reserva se dibuja al fondo, a escasos metros de la conurbación urbana. De hecho es el único parque nacional que está dentro de una ciudad. Llegamos al aeropuerto Wilson, un aeródromo repleto de avionetas especializadas en realizar el traslado desde Nairobi, al Masai Mara. “Un poco más allá, -señalaba nuestro conductor hacia unos edificios bajos- está el bar donde van a beber los pilotos”. “Espero que no beban antes del vuelo”, le contesté yo con sorna. “No, ellos beben cuando terminan la jornada, aunque hay un problema de alcoholismo en Kenia, como en toda África”, apostilló en tono serio. En especial, en Kenia se bebe mucho la “Tusker”, la cerveza local. Su eslogan es: «Bia yangu, Nchi yangu» significa «Mi cerveza, Mi país”, en swahili.
Dentro de la avioneta no había más de unas 30 plazas. El vuelo duraba unos 45 minutos. Desde la ventanilla, además de la rotación de la hélice, se extendía un vasto territorio, con algunas elevaciones, de tierra marrón, salpicado por abundantes manchas verdes. Ese verde, de acacias y de las higueras, de los llamados localmente árboles salchicha, “o fig trees”, iba desapareciendo a medida que nos acercábamos a nuestro destino. En su lugar aparecían ante nosotros las llanuras de hierba seca, y de tierra oscura debido a la ceniza de los incendios. Estas estaban delimitadas por las líneas y surcos que dibujan las carreteras desde el aire. Aterrizamos en “Keekorok Airstrip”, una pista de tierra pedregosa en medio de la inmensidad de la sabana del Masai Mara.
Dentro de la avioneta no había más de unas 30 plazas. El vuelo duraba unos 45 minutos. Desde la ventanilla, además de la rotación de la hélice, se extendía un inmenso territorio, con algunas elevaciones, de tierra marrón, salpicado por abundantes manchas verdes. Ese verde, de acacias y de las higueras, de los llamados localmente árboles salchicha, “o fig trees”, iba desapareciendo a medida que nos acercábamos a nuestro destino. En su lugar aparecían ante nosotros las llanuras de hierba seca, y de tierra oscura debido a la ceniza de los incendios. Estas estaban delimitadas por las líneas y surcors que dibujan las carreteras desde el aire. Aterrizamos en “Keekorok Airstrip”, una pista de tierra pedregosa en medio de la inmensidad de la sabana del Masai Mara.

Una acacia «paraguas» en la sabana del Masai Mara (Kenia).
Al aterrizar, a pie de pista nos esperaba un pequeño bullicio de guerreros masai vestidos de forma colorida. También varios coches 4×4 aparcados en batería, y hasta un par de autobuses llenos de escolares de la zona. Los estudiantes, todos uniformados, querían ver aterrizar y despegar un avión. Resultaba ser todo un acontecimiento. La escalerilla de la avioneta fue desplegada por uno de los dos miembros de la tripulación de cabina. El mecanismo de metal dejó en el cielo, una pequeña columna de polvo levitando. Se trataba del preludio de lo que iba a convertirse nuestro safari. Kilómetros y kilómetros de caminos polvorientos en busca de aquellos animales salvajes que habíamos visto tan solo en los documentales. Dan, -un esbelto masai-, enfundado en un ceñidísimo traje de cuadros rojos, con una gorra calada en la cabeza fue la tarjeta de presentación del Masai Mara. Portaba pulseras y collares, al modo tradicional, aunque debajo de la falda se asomaban unos pantalones cortos. Cosas de la modernidad y la globalización.
Le acompañaba un joven masai llamado Maghas. Iba ataviado con un traje a cuadros, rojos y azules, que dejaba a la vista hombros y cuello. Esta parte del cuerpo iba abigarradamente adornada por collares más espectaculares que su acompañante. Maghas sería nuestro conductor y Dan, nuestro guía. En ellos depositábamos todas nuestras esperanzas para ver cuantos más animales mejor. Una vez hechas las presentaciones nos encaminamos hacia nuestro todoterreno. Un coche bregado en mil safaris, sin ventanillas. Provisto tan solo de unas lonas de plástico recogidas a modo de improvisado toldo plegado. Esa sería la única separación entre los animales salvajes y nosotros.

Una madre guepardo se esconde entre las ramas de un arbusto, en el Masai Mara (Kenia).
Nuestro primer destino era el campamento Olengoti (https://ratpanat.com/olengoti-safari-camp/), en el área de caza de Masai Mara. Un territorio fuera de la reserva natural, con asentamientos de los masai, en donde pasaríamos las siguientes dos noches, durmiendo en cabañas (con una pared hecha de lona), escuchando los sonidos de la sabana. Según nuestros guías, Ololjura era la ciudad más próxima, en una zona en la que se calcula que existen unos trecientos poblados masai. Una barrera de madera sobre un poste, es la única protección con la que cuenta nuestra campamento. Si bien es cierto que cuenta con otro accidente natural que lo circunda y hace las veces de foso. Se trata del río Talek. Es estacional. Según la época, baja más o menos el nivel del agua. Y cuenta, durante todo el año, con unos amenazantes huéspedes: un grupo de agresivos y territoriales hipopótamos.
El lugar derrocha su peculiar encanto. Uno puede tomar el desayuno a escasos metros del terraplén que da acceso al río. Con una espléndida panorámica de los hipopótamos. Para tranquilidad del personal, los masai a cargo del campamento, nos juraron y perjuraron que durante el día hacía demasiado calor para que salieran del agua. Harina de otro costal era lo que podía suceder durante la noche. Entonces sí que acostumbraban a deambular por el campamento en busca de comida. Se aconsejaba pues, una vez caída la noche, -entorno a las 18.30h-, ir escoltados por trabajadores del campamento. Eso, aunque fuera para recorrer los pocos metros de distancia que separaban nuestras habitaciones, de la tienda central (donde servían la cena). “¿Alguna vez te has encontrado de frente con un hipopótamo?”, pregunté al pobre masai que esperaba pacientemente a la puerta de nuestra cabaña. “Sí”, me respondió. “¿Y qué hay que hacer para asustarlos?”, repregunté. “No les gusta la luz de la linterna, así que se les enfoca a la cara y se van corriendo”, contestó casi sin inmutarse. Aquello no me reconfortó demasiado. Un dato no contrastado personalmente: el hipopótamo es el animal que más personas mata en África al año.

Una calavera con cuernos de un búfalo, en el Masai Mara (Kenia).
Lo primero que sorprende, -y al mismo tiempo hace comprender al viajero que realmente se encuentra en zona salvaje-, es la gran cantidad de osamentas esparcidas, aquí y allá. Aunque parezca paradójico, estos restos, recuerdo macabro de muerte, son a la vez signo inequívoco de la inmensa vida que se esconde tras la espesa hierba, entre los enmarañados arbustos, y encima de las tupidas ramas de los árboles. Las presas más comunes de los depredadores son: las gacelas, los ñus o los búfalos. Aunque en realidad, cualquiera pueda caer en las zarpas de leonas, guepardos, leopardos, o de las no menos peligrosas hienas. Bien, a decir verdad, tan solo dos animales adultos suelen ser inmunes a los ataques a mandíbula batiente, de los grandes felinos: el elefante y, como no, el propio león.

Grupo de cebras comunes en el Masai Mara (Kenia).
Las rayas negras sobre el lienzo blanco del lomo y costados de las cebras, fueron las primeras en cautivarnos y, acaso, hipnotizarnos. En grupos, a veces de pocos individuos, y otras, en auténticas manadas, siempre hay un comportamiento que se repite. Por parejas, muy juntas, dispuestas una en sentido contrario al de la otra, guardan vigilancia. De modo que se podría decir que se dan la espalda, para estar de cara al posible peligro. Junto con los ñus, son los principales animales que protagonizan uno de los espectáculos de la naturaleza más sobrecogedores: la gran migración.

Dos cebras se dan la espalda vigilando ambos flancos, en el Masai Mara (Kenia).

Un par de cebras en medio de la sabana en el Masai Mara (Kenia).
El elefante es, por defecto, el icono africano. Con sus enormes colmillos de marfil. Las manadas están formadas por hembras con sus crías, encabezadas por una matriarca. Los machos viven en grupos separados, o solos. Un animal adulto puede llegar a comer unos 300 kilos de plantas al día. Uno de los grupos que avistamos se encontraba muy cerca de una pequeña charca, medio seca. Con la ayuda de sus trompas, se echaba agua y barro por el lomo y la cara. Es la forma más efectiva de protegerse del sol abrasador de la sabana. Esa, y permanecer bajo la sombra de una acacia “paraguas” (por la forma de la copa), durante las horas en las que el astro se encuentra en lo más alto en el firmamento.

Elefante africano echándose agua y barro para protegerse del sol, en el Masai Mara (Kenia).
La piel del elefante es extraordinaria. Gruesa y dura, casi impenetrable, a prueba de colmillos. Es de color grisácea. Un tono oscuro, a veces mezclado con el marrón de la tierra seca impregnada. Largas y vistosas arrugas forman los característicos grandes surcos que aparecen a lo largo de todo su cuerpo, dejándolo cuarteado. Los pliegues se hacen más evidentes al inicio de la trompa, detrás de las inmensas orejas y también en los costados y en la barriga.

El elefante africano puede comer 300 kilos de plantas al día, en el Masai Mara (Kenia).
También le resulta familiar a cualquiera que haya visto en documentales a tan majestuosos seres vivos una especie de surcos húmedos a la altura de la cabeza. Cerca de los ojos, en la sien. Se trata de una supuración que le recorre la cara hasta las mandíbulas (parece una pintura de guerra). Como contraposición con el resto de su cuerpo, la piel de las orejas es fina. Incluso a distancia, se transparentan las venas. No en vano es el lugar a través del cual los paquidermos regulan su temperatura corporal. La sangre se bombea hacia las orejas, y como la capa de piel es tan fina, esta logra enfriarse con la temperatura ambiental.

Elefante africano en medio de la sabana de el Masai Mara (Kenia).
Si su piel es extraordinaria, no menos atracción han generado, -lamentablemente-, durante siglos sus defensas: los mal llamados colmillos. Esa ha sido (y sigue siendo) su maldición. Codiciados por el marfil del cual están hechos, se han asesinado a cientos de miles a lo largo de la Historia (y se siguen cazando hoy en día). A pesar de que la caza no está legalizada (en parques nacionales y reservas), los furtivos continúan devastando esta maravillosa especie animal. Además de lo más evidente, que es la desaparición vertiginosa de la cantidad de individuos existentes, los estragos de la acción de la caza indiscriminada son palpables para los expertos. Cada vez hay menos ejemplares con los colmillos grandes debido a que los elefantes con los colmillos más grandes no han podido perpetuar sus genes, ya que fueron cazados antes de procrear. Por lo tanto, la caza furtiva ha interrumpido la acción de la selección natural, aquello de que solo los más fuertes sobreviven.

Un elefante africano se dirige por una senda hacia una higuera, en el Masai Mara (Kenia).
Afortunadamente, gobiernos, fundaciones y ONGs trabajan para imponer penas económicas y de privación de la libertad para los cazadores furtivos. También para la creación y mantenimiento de varios santuarios. Pero no es suficiente. Hay que erradicar la demanda internacional de marfil y potenciar la concienciación, ésta última en los países de origen. Aunque parezca una utopía. En ese sentido recomiendo la lectura del libro infantil “Run Poachers, Run!” (“¡Corred furtivos, corred!”, de la editorial Mount Gift Limited, colección Sapra Junior Safari Guide. Se trata de historia original de A.A. Romanaska, maravillosamente ilustrada por la artista africana Elaine Mwango. La publicación explica como los animales salvajes se conjuran para escarmentar a los cazadores furtivos, hasta que finalmente estos pasan de querer cazarlos a protegerlos.

Un numeroso grupo de ñus pastan en la llanura de la sabana, en el Masai Mara (Kenia).
El polvo y las piedras que levantaban los cuatro neumáticos del jeep a nuestro paso, era tan solo una estela más, del resto de columnas de polvo blanco suspendidas a lo lejos, que decoran el paisaje. Nos encontrábamos a finales de la estación seca. Pronto deberían llegar las lluvias, aunque el cambio climático parecía estar retrasándolas. Así pues, muchas de las charcas estaban casi secas.

Charca seca en el Masai Mara (Kenia).

Lecho seco de una charca en el Masai Mara (Kenia).
En otras, el único indicio visible de que en el pasado ahí había habido agua alguna vez, era la tierra cuarteada formando profundos surcos. A lo lejos, prácticamente hasta donde llegaba la vista, decenas de ñus pastaban tranquilamente. Los grupos no eran homogéneos. Pero, aún así, persistía algo que resultaba muy común en estos herbívoros: el apiñamiento. Me recuerdan a soldados en formación, “prietas las filas”.

Un grupo de ñus, vigilantes a cualquier peligro, en el Masai Mara (Kenia).
Atentos a cualquier movimiento externo. A cualquier cambio en el viento. A cualquier modificación en la manera en cómo el aire mecía la hierba. Los había tumbados, con las rodillas y codos flexionados, descansando sobre el suelo. Otros erguidos, muy cerca de los primeros, cubriendo sus espaldas. Saben que en la unión está el éxito de su supervivencia.

Un grupo de ñus, a la sombra de una joven acacia, en el Masai Mara (Kenia).
Y no andan desencaminados. Las leonas se escondían entre la espesura de la larga hierba. A penas se distinguían sus ojos de color tierra entre los tallos, algunos de ellos todavía verdes. A pesar de su juventud, puesto que todavía mantenían manchas oscuras de nacimiento en su piel, andaban al acecho de alguna presa.

Una leona reposa entre la hierba alta de la sabana, en el Masai Mara (Kenia).
Su pelaje se confundía a la perfección con el paisaje, camuflado entre el marrón imperante. Su estilizada figura se remataba con un morro achatado y unas vibrisas (o bigotes) blancas, muy largas. Debajo, en la boca asoman dos temibles caninos. Los leones pueden vivir en grupos de hasta 30 individuos, porque cazan de forma coordinada. Los machos, cuando cumplen los dos años de edad, tienen que abandonar a la familia y vivir con otros machos jóvenes, o por su cuenta.

Una leona bosteza y enseña los colmillos, en el Masai Mara (Kenia).
La luz del atardecer quedaba tamizada por exuberantes nubes que a penas dejaban pasar algunos haces de luz, iluminando con una aureola especial, el horizonte. El campo se extendía en su inmensidad, con diversidad de tonalidades, como si de trazos de pinturas diferentes sobre un lienzo se tratara. Una carretera de tierra batida marrón, con tímidos brotes verdes en las márgenes, más aquí. Una parcela de hierba seca, amarillenta, más allá. Una pincelada verde estática en forma de árbol solitario.

Primeras horas del crepúsculo en el Masai Mara (Kenia).
Una línea gruesa recta de un verde más oscuro, un poco más lejos. Y un trazo grueso con dos tonalidades de azul. Uno más intenso, correspondiente a laderas lejanas. Y el restante más claro, que no era otro que el cielo en su ocaso. La noche impera en la sabana y los peligros acechan. Los más afortunados, la pasarán, y verán como los primeros rayos de sol, al alba, calentarán de nuevo sus cuerpos, exhalando, –ellos-, un suspiro de alivio. Los menos, acabaran su existencia haciendo rodar el ciclo de la vida. Habiendo ejecutando el máximo sacrificio. Sirviendo de alimento de otros tantos.
El camino despejado a través de la inmesa llanura, durante el atardecer, en Masai Mara (Kenia).
El joven macho de antílope eland se giró intrigado. El frenazo y el ahogado ruido del motor del coche le habían sacado de repente de su trance diario de búsqueda de comida. Dentro de la especie de los antílopes, es el más grande ya que puede llegar a pesar hasta 700 kilos. Los machos cuentan con dos cuernos en forma de barrena apuntando al cielo. También una pelambrera en la abultada papada que les nace en el cuello. Las finas líneas blancas que parten desde la columna vertebral y se desparraman hacia los costados, me recordaban a de las cebras. No muy lejos de allí, una hembra de topi ha quedado paralizada ante nuestra presencia. Mantiene el rictus, con la mirada fija en un infinito cualquiera. Aunque quieta, sigue controlando nuestros movimientos de reojo. Mientras una cría buscaba desesperada ser amamantada.

Dos antílopes elands en medio de la sabana, en el Masai Mara (Kenia).
El topi tiene un cuerpo de color marrón rojizo con manchas oscuras en la cara y en las extremidades. Y tanto machos como hembras, cuentan con cuernos anillados dispuestos hacia arriba y hacia atrás. Un malhumorado búfalo observaba la escena, comiendo hierba, con un peculiar movimiento de mandíbula.

Una madre de topi y su cría, en el Masai Mara (Kenia).
Me recordó a la estética malhumorada y también peligrosa forma como un vaquero del salvaje oeste masca su tabaco antes de escupirlo, para luego apretar el gatillo de su revólver, y disparar, en un duelo a medio día, con el sol cayendo a plomo. Los búfalos son animales muy agresivos que se han ganado a pulso su puesto dentro de los “big five” (los cinco grandes). Su agresividad hace que no se amilanen ante un depredador o cazador furtivo. Junto con el resto de “la banda”: elefante, león, rinoceronte y leopardo, el búfalo tiene a más cazadores muertos sobre su espalda, que cualquier otro animal.

Un búfalo adulto mira desafiante a la cámara, en el Masai Mara (Kenia).
Sus impresionantes cuernos pulidos en forma de garfios hacen temblar las piernas del masai más aguerrido. También los grandes felinos calculan con detenimiento, antes de atacar a una manada de búfalos. Una cornada puede ser su pase al otro mundo. Los diminutos ojos de nuestro búfalo, escondían toda la grandeza de su bravura, que no es más que un desaforado instinto de supervivencia. Un espíritu indomable que también podía leerse en las cicatrices y arañazos tatuados en sus cuartos traseros. Sin duda, un “souvenir” hecho por las zarpas de algún león, durante una cacería frustrada.

Un búfalo adulto, en el Masai Mara (Kenia).
Con permiso de búfalos, leones o rinocerontes, el único que puede mira por encima del hombro al resto de animales de la sabana, -a excepción de las aves-, es para mi también el más espectacular. No se trata de otro, sino de la jirafa.

Un ejemplar macho de jirafa masia, en la sabana del Masai Mara (Kenia).
Sus siete metros de altura le confieren un aspecto poderoso, casi de otros tiempos. Su caminar ralentizado, se desenvuelve majestuoso. Las hojas y los brotes más exclusivos, guardados con mimo por los arboles, en las zonas más elevadas, están reservados solo para ella. Hay algo, de estos animales, que me sorprende más incluso que su altura.

Una jirafa estira todo su cuello para alcanzar con su boca las hojas más altas de una acacia, en el Masai Mara (Kenia).
Son sus cuernos que emergen del cráneo. Cuales cuernos de caracol, con dos pequeñas borlas en los extremos, aunque estén hechos de materiales totalmente diferentes. Los de los machos son totalmente peludos. Los de las hembras tienen pelo en el extremo. Controlar un cuello de ese calibre, no es nada sencillo.

Una jirafa hembra mira curiosa a la cámara, en el Masai Mara (Kenia).
Vimos a jirafas con el cuello totalmente erguido apuntando hacia el cielo. Otras formaban un ángulo casi de 90 grados, con el cuello estirado hacia delante, dejando la cabeza a la altura de su tronco, aunque a varios metros de distancia.

Un ejemplar macho de jirafa arquea su cuello para llegar a las hojas más bajas de un arbusto, en el Masai Mara (Kenia).
Quizá pueda parecer un tanto frívolo, -con la cantidad de problemas que hay-, pero una de las preguntas más comunes entre las personas que hacen un safari fotográfico, -personas inmensamente afortunadas, a mi parecer-, es “¿qué animales has visto?”. Hay una cierta ansiedad generalizada, muy mal disimulada, por la cual, irremediablemente, después de una maratoniana jornada en el Masai Mara, -y otros lugares similares-, se sucede lo que yo di en llamar “un intercambio de cromos”.

Una hembra guepardo otea el horizonte, en el Masai Mara (Kenia).
Provistos con cámaras de fotos o teléfonos móviles, cada cual mostraba sus cromos al personal. Esperando que el resto no tuviera los mismos. O que en el cromo propio el animal hubiera quedado retratado de una forma más espectacular. “¿Habéis visto a tal, o a cuál animal?”. Una insana satisfacción recorría las mentes de aquellos que habían conseguido ver a uno de los más escurridizos. Una aun menos sana preocupación ocupaba el pensamiento del resto, menos afortunado, que depositaba su confianza en el día siguiente, con lo cuál la presión aumentaba. “Mañana habrá más suerte, seguro que lo veis”, así se daban por zanjadas este tipo de conversaciones.

Una madre guepardo y su cría disfrutan de la brisa del ocaso en el Masai Mara (Kenia).
Nuestro mejor “cromo” en Masai Mara, sin duda, fue el encuentro con una madre guepardo y su cría. Primero, bajo el refugio protector de un arbusto, a buen recaudo de miradas ajenas. Luego, a campo abierto, todo un regalo para nuestros objetivos ávidos de imágenes que pudiéramos recordar para el resto de nuestras vidas. Las dos tenían las panzas llenas después de haber cazado.

Una cría que guepardo bosteza dejado ver sus dientes, en el Masai Mara (Kenia)
La sensación que proyectaban era de seguridad e inmensa felicidad. Retozando en el suelo, fundidas en un abrazo que se cristalizaba en mil y una posiciones distintas. Las volteretas y lametazos se multiplicaban. La cría cerraba fuertemente los ojos a la vez que abría la boca, en un gran bostezo.
Resultaba la plasmación terrenal de la paz interior. La madre velaba por el bienestar de su cría durante las últimas horas de sol, antes de idear un plan para pasar la noche, a salvo de otras garras depredadoras o de furtivos. Desde un pequeño montículo de tierra, la estampa era arrebatadora. Las dos, madre y cría, disfrutando de la misma brisa de los primeros minutos del ocaso, sentadas, intentando descifrar el horizonte.

Una madre guepardo medio erguida vigila, mientras su cría la sigue de cerca, en el Masai Mara (Kenia)
Dicen del río Mara, que es uno de los más importante del continente africano. Nace en Kenya, discurre por Tanzania, para acabar desembocando sus aguas en el inmenso lago Victoria, el segundo más grande, por detrás del lago superior, en EEUU. En algunos tramos, hace de barrera natural entre dos países (Kenia y Tanzania) y entre dos reservas naturales (Masai Mara y Serengueti). En sus casi 400 kilómetros de recorrido, el río Mara lo abarca todo. La vida y la muerte.

Un hipopótamo (a la izquierda), y una madre elefante con su cría (al fondo a la derecha), en el río Mara, (Kenia).
Un grupo de hipopótamos retozaba dentro del agua, en uno de sus recodos. Varios reposaban sus cabezas encima del lomo de otros congéneres. Es curioso como, con toda la extensión que tiene el río, los hipopótamos, fieros defensores de su territorio, viven apiñados. Parecía como si, entre ellos, la diversión o el pasatiempo oficial fuera intentar quitarse el sitio. Primero sumergiéndose, -pueden estar hasta cinco minutos bajo el agua sin respirar-, y empujándose bajo el agua intentando hacerse un hueco. Luego emergiendo con unos inquietantes ojos como avanzadilla, para luego competir en el arte de “dislocarse la mandíbula”.

Un grupo de hipopótamos se refresca en el río Mara, Masai Mara (Kenia).
La boca, cuanto más abierta y amenazante, tanto mejor. Los ejemplares más adultos, se jactan en mostrar a sus adversarios el tamaño de sus temibles colmillos. En algunos de los casos surgen de las encías como auténticas astillas de madera desperdigadas de forma irregular. En la parte inferior cuentan con cuatro temibles colmillos. Dos apuntando hacia arriba, y otros dos, dispuestos hacia delante. Las batallas entre dos machos son terroríficas. Cada cual abre todo lo que puede la boca, dejando a la vista sus hileras de dientes. El choque consiste en encajar sus mandíbulas, propinando desgarros y pinchazos profundos en las rosadas bocas, y sus gigantescas caras (en comparación con sus minúsculos ojos). De manera que en los temibles lances a mordiscos, el hipopótamo puede desgarrar hacia arriba, hacia abajo (con los colmillos superiores) y también puede apuñalar hacia delante.

Un joven hipopótamo abre la boca mientras el grupo descansa en el río Mara (Kenia).
Y un poco más allá, difícilmente distinguible entre el lodo, el color chocolate del agua, y el margen del río, se encontraba un espeluznante cocodrilo del Nilo. Su cuerpo, -prehistórico-, dibujaba una mortífera ese en el agua, de tonos entre marrón, verde botella, caqui y amarillo pálido. El lomo, con varias ristras de durísimas escamas, quedaba a la vista, mientras gran parte de las patas permanecían sumergidas en el lecho del río. La larga cabeza, también quedaba fuera, y sus ojos estaban entrecerrados. Todo él desprendía la viva imagen del miedo más atávico del hombre. Un asesino implacable, que puede atacarte en el agua, por sorpresa. Pero lo más peligroso era que no quedaba a la vista. Sus inacabables filas de dientes, capaces de despedazar a sus presas con un seco movimiento de cuello y mandíbulas, permanecían ocultas. Boca cerrada y ojos bien atentos.

Un cocodrilo del Nilo descansa en el río Mara (Kenia).
La incertidumbre que generan las oscuras y revueltas aguas del río Mara, significa la muerte para muchos ñus y también para no pocas cebras durante la gran migración. Esta tiene lugar desde mediados del mes de julio hasta septiembre. Los animales van en busca de pastos verdes. Desde del Serengueti (Tanzania) hacia el Masai Mara.
Los ñus en fila india, de a dos, o incluso más filas, levantan gigantescas polvaredas en su trote hacia el río. Antes de adentrarse en el agua, el recelo recorre hasta la última de las neuronas de los cansados animales, igual que un golpe repentino de viento crespa hasta el último pelo de su cabellera. En una fracción de segundo se inicia uno de los espectáculos naturales más impresionantes. Centenares de miles de ejemplares cruzan el Mara.
Un amenazante cocodrilo del Nilo, en el Masai Mara (Kenia).
Muchos logran su objetivo y pasan al otro extremo, gracias a pasos más o menos seguros, donde el agua es poco profunda, y el desnivel del terraplén es menor. Pero otros, son devorados por los cocodrilos. Aunque muchos, acaban ahogados, inconscientes y aplastados por las patadas de decenas y decenas de sus congéneres, durante las no pocas estampidas que se producen.

Paso seguro para ñus y cebras. Río Mara, frontera natural entre Tanzania (al fondo) y Kenia (en primer término), Kenia.
Los cuerpos inertes son llevados por la corriente, río abajo. Cosa que facilita enormemente el trabajo a los cocodrilos que acechan impacientes en la orilla. Es desgarrador ver al desdichado ñu, todavía debatiéndose por su vida, pataleando e intentando sobresalir del agua, mientras es arrastrado, y al mismo tiempo, observar como un cocodrilo se sumerge un poco más abajo, preparado para engullir al pobre animal. De todo ese brutal episodio, durante nuestra visita solo quedaban como testimonio mudo, centenares de huellas marcadas sobre el lecho prácticamente seco del Mara.

Miles de pisadas se marcan en el lecho seco del río Mara (Kenia).
El último recuerdo del Masai Mara fue una instantánea que nos mostró, -en su máximo apogeo-, a la conjura de los carroñeros. De camino al paso fronterizo de Isbania, entre Kenia y Tanzania, y desde un punto elevado, se extendía ante nuestros ojos la inacabable llanura del Olololo (puerta de salida de la reserva nacional).

Chacales, hienas y un buitre aprovechan los despojos de un ñu cazado, en la sabana del Masai Mara (Kenia).
En medio de esa bucólica estampa, centelleaban al sol, las todavía carnosas y sanguinolentas costillas de un ñu despedazado. Todos estaban invitados al convite. Quizá un grupo de coordinadas leonas perpetraron un plan de caza exitoso. Una vez abatido, es probable que un par de leones machos solitarios, atraídos por el olor a sangre, se hubieran acercado al lugar, haciendo valer su poderío para comer en primer lugar, y llevarse las mejores partes.

Una hiena mira a la cámara, en la sabana del Masai Mara.
Una vez saciados, seguramente habría sido el turno de las legítimas propietarias del botín de caza. Y, después, -ajenos a cómo los observábamos-, chacales, hienas y buitres, llevaban buena cuenta de los despojos, las vísceras, el tuétano, y hasta los huesos. Todos ellos, como digo, se habían conjurado para mostrarnos, una vez más, que el ciclo de la vida sigue girando inexorable en la sabana del Masai Mara.